Es curioso, pero la enorme mayoría de los comentaristas del liberalismo —tanto partidarios como adversarios— desconocen la importancia del tercer término de la trilogía revolucionaria: libertad, igualdad y fraternidad. Hay infinitos análisis y reflexiones sobre las dos primeras palabras: la libertad y la igualdad. Los críticos advierten que la primera es la raíz del “liberismo” (término que prefieren a “liberalismo”, concepto hoy demasiado vago) que consiste en:
a) una concepción de la libertad, con límites en continua expansión, como autonomía del sujeto para actuar a su gusto;
b) un reconocimiento legal de ese talante y una ampliación real de los límites del sujeto para obrar a su gusto.
Hay también mucho papel escrito sobre el “igualitarismo”, consistente en una voluntad de disminuir, achicar o suprimir todas las desigualdades —las injustas tanto como las naturales— y un Estado que trabaja también en la ampliación de ese objetivo. Convertidos en absolutos, esos dos primeros términos de la tríada iluminista parecen definir la totalidad del pensamiento de tal raíz y de las sociedades edificadas a la luz de esos principios. Y sin embargo, no es así. El tercer término, la “fraternidad” es mucho más importante que los otros dos y —en rigor— debía ser el primero, pues es el que crea los supuestos para que los otros dos puedan desarrollarse.
¿Qué es la fraternidad revolucionaria? ¿La idea de que todos los hombres son hermanos, como se canta en la parte coral de la novena sinfonía de Beethoven? Eso es apenas el punto de partida: reducida a eso, los cristianos podríamos coincidir, pues Dios es el padre de todos los seres humanos el que, en efecto, hace “alle Menschen bruder” (todos los hombres hermanos).
La idea revolucionaria es mucho más ancha que eso, y consiste en suponer que la fraternidad de la humanidad es todo el lazo que une a los hombres entre sí. Y como la humanidad es una entelequia, la idea deriva en su contrario, en la negación de los lazos reales que unen a los hombres y en la adopción, en consecuencia, de un individualismo rabioso.
Es el talante prometeico del hombre moderno, que no se satisface si no es —como Dios, al que envidia— un ser sin necesidad de ninguna relación real, de la que nacen obligaciones. Por eso el talante moderno ignora como realidades sustanciales a la familia, la patria, el grupo profesional. Entre el individuo y la humanidad no hay nada real ni necesario sino sólo grupos que la historia ha forjado y la historia mutará o hará desaparecer. ¿Se entiende ahora de dónde viene la absurda idea de los “nuevos tipos de familia” cuya esencia es destruir los verdaderos lazos de amor y reemplazarlos por una soledad de a dos, dos egoísmos convivientes?
Estas reflexiones descendieron de mi cerebro a mi pluma (con forma de PC) cuando, el 26 de julio pasado, leí en “La Nación” un reportaje que le hacen a un tal Gunther Jakobs, al que se presenta como “una de las máximas autoridades mundiales en teoría del derecho”. El hombre dice algunas cosas muy puestas en razón como señalar como signos de decadencia mundial “la proliferación del aborto y el desprecio del concepto de familia”.
Pero hace mucho más que quejarse de esta situación. Va al meollo de sus causas cuando agrega que “está seguro que este tiempo actual se acaba y que esto se debe a un extremo individualismo”. La flecha pegó en el centro del blanco. Es ese individualismo, esa huida de la responsabilidad que crea todo vínculo, especialmente el del amor, lo que constituye el núcleo de la situación actual del mundo. Cada hombre es —o pretende ser— un dios, cuyos deseos son el centro de su mundo.
Aníbal D'Ángelo Rodríguez
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