martes, 25 de mayo de 2010

Editorial


CONTRA EL
CUARTO JINETE

Habiendo ya eufemismos para todo —y tanto más efectivos si pueden ser pronunciados en inglés— se ha dado en llamar reality shows a la exhibición televisiva, promiscua y continua, de un puñado de seres abisales, dispuestos a mercar con la impudicia. La degeneración y la desvergüenza han encontrado así una nomenclatura elíptica, para que el negocio continúe, la corrupción aumente y la animalización se instale ya sin sobresaltos. Pues ausenten el pudor en la intimidad, en los vestidos y en el lenguaje —los tres ámbitos que naturalmente está llamado a custodiar— no queda el hombre sino la bestia.

Cuesta muy poco trasladar este fenómeno mediático, y la descalificación que de él hacemos, al ámbito político. Porque oscilando sus protagonistas entre lo indecente y lo lúbrico, ha devenido en una vulgar mezcolanza de brutos en pugna por su ración. Visibles ellos a toda hora, con sus descaros, sus molicies y sus guaranguerías múltiples, desfilan amontonados, ante los ojos estupefactos de la ciudadanía. El títere que funge de presidente, el reo que oficia de ex mandatario, la banda delictiva que canturreando se le solidariza, la crapulosa oposición que lo acusa, la justicia otrora afín que lo acorrala, la Corte que le guiña tranquilizadoramente un ojo, el preso que simula inocencia y el libre que disfruta de su impunidad, el general que sin motivos le pide perdón a la colectividad judía, el banquero que se declara inocente acomodando fajos malhabidos, la diputada de “comunión diaria” respaldando leyes proabortistas y antinatalistas, el terrorista devenido en fiscal, el agitador estudiantil en ministro de educación y el desertor escolar en secretario de cultura.

No faltan las acusaciones entre ellos, ni tampoco los connubios carnales, los llantos fingidos, las sobreactuaciones ramplonas. Reproches y confesiones recíprocas abundan, amén de maridajes, rupturas y ardides de bajo vuelo. Y para que el símil con la parodia televisiva sea completo, un hermano mayor vigila todo realmente, no para mediciones de audiencia sino de ingresos en las arcas del Fondo Monetario. Es el reality show de la democracia, el sucio espectáculo del sistema, la inmoral representación del Régimen, la indecorosa función montada por el Modelo.

Mas como de la supervivencia del Modelo se trata —aunque perezca la Nación y quede sepultada su honra— el mismo va rotando sus garantes, nombrados oportunamente por la plutocracia, según conveniencias. Ora un atildado burócrata de pusilánime aspecto, ora un científico del vasallaje, ora un semblante adusto para anunciar catástrofes, lo mismo da. No hay diferenciaciones accidentales que puedan engañar al observador atento. Como los jinetes de un apocalipsis profano y subvertido, esto es, de una revelación inmanente y maldita, los ministros de economía van sembrando a su paso señales trágicas y augurios funestos. Cabalgan malamente, pisoteando por encargo una tierra que debió resultarles propia y han enajenado a sabiendas. Portan sus bridas los mercaderes apátridas, que aporrean cada tanto al montado, si su paso no es todo lo dócil que se requiere. Galgueando tras ellos, la partidocracia toda. El Congreso por establo, que olores no le faltan al efecto.

Ha resultado ser el cuarto de la serie jineteril un conocido caballista, inarmónica mezcla de plebeyo alucinado, de activista mitómano y de ególatra componedor de expoliaciones. Con nada de caballero y todo de montador al servicio de la trilateral extranjería. Sin corcel brioso ni soberano que lo transporte, antes un jumento vil privatizado y con amo exigente. Su nombre es muerte, si ha de aplicársele sin irreverencia alguna la visión de San Juan. Y la muerte que traerá se llamará también hambre, persecución y peste. Herida letal al alma, como nos lo ha interpretado Castellani.

Es hora de impedirle el galope depredador y el estropicio. A él, y a quienes lo mandan y secundan. A él y a este Modelo innoble para el que sirven de palafreneros a sueldo. Y de impedírselo con la concertación de todas las conductas argentinas, movilizadas en un repudio unánime, sostenido, constante.

Por si desfallecieran en el intento las fuerzas humanas, bien estará recordar —ya sin aplicabilidades forzadas ni metáforas terrenas— que el mismo sacro texto, nos habla de “un caballo blanco, y el jinete sobre él, llevando un arco. Y le fue dada la corona, y salió vencedor y para vencer” (Apocalipsis, 6, 2). No habrá cuadrúpedo que pueda resultarle antagonista.

Como es seguro que despida estas líneas la eterna risa burlesca de los “estrategas de la praxis política”, sirva recordar una vez más la conocida sentencia de León Bloy: “cuando quiero enterarme de las últimas noticias, leo el Apocalipsis”.

Antonio Caponnetto

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