NACIONALCATOLICISMO
El hecho sucedió
unos cuantos años atrás, residiendo Mons. Williamson en La Reja, cuando un vecino ‒y feligrés, por así decir, del seminario‒ llevó para entrevistarlo a un destacado
catedrático español, además de dirigente tradicionalista, aún sobreviviente. El
prelado, sin darle tiempo de rearmarse después del homenaje efectuado en razón
de su investidura, le preguntó qué podía ofrecerle el carlismo a la Iglesia, respondiendo su
interlocutor, impertérrito, con otra interrogación: ¿qué podía ofrecerle la Iglesia al carlismo?
El diálogo, de tal
manera encarado, podría parecer surrealista, atento la irrelevancia mundana de
los personajes, pero, exhibe toda la potencia de una cuestión planteada desde
los principios del cristianismo: la relación entre la religión y la política.
No es ésta la oportunidad de resolverla ni tengo la idoneidad para hacerlo,
aunque, a modo de “trazar unos palotes”, puedo configurarla bastamente,
sosteniendo que la teología justifica la política y que este humano quehacer
encuentra su plenitud al posibilitar la expansión de la religión, requiriéndose
en procuración de dicho objetivo un ambiente propicio, que es el de comunidades
ordenadas. Fue así que la unión del Trono y el Altar permitió la existencia de
sociedades cristianas, en las que la multitud de los hombres eran beneficiados
por la facilidad con que la
Iglesia daba cumplimiento a su misión principal: la salvación
de las almas. A lo largo de los siglos se las presentó como el modelo a seguir
y la primera, la nación armenia, con la conversión de su rey por San Gregorio
el Iluminador, recién iniciado el siglo cuarto.
Mas, esa edad
dorada quedó atrás y, de un tiempo ‒largo‒ para acá, las cosas no pintan sino para
empeorar. Mientras tanto, ¿la
Iglesia, como institución espiritual, ha quedado sola para
conducir al rebaño a su destino definitivo? No siempre, puesto que en algunas
ocasiones, pocas es verdad, aparecen movimientos de carácter político, animados
del propósito de restaurar el ideal de la Cristiandad, aunque
reducidos por las circunstancias históricas al ámbito de las naciones, que, aun
fracasando en el intento, allegan prosélitos a la grey o los disponen para el
superior cumplimiento de los deberes religiosos.
Solía contar mi
suegro,Alberto Falcionelli, militante de la Acción Francesa en
su juventud ‒“camelot du Roi”
primeramente y después secretario de Maurras‒
que no era imprescindible la profesión de fe católica para ingresar al
movimiento, pero que, una vez adentro, los que carecían de tal condición,
incluso muchos judíos, se convertían en gran número. Entre nosotros, cierta
analogía existió con el nacionalismo, al que por razones que inmediatamente
expondré, sólo cabe adjetivar con el complemento de argentino, constituyendo su
peculiaridad de que quienes en los orígenes del movimiento provenían de otras
corrientes políticas -radicales o conservadoras, por propia actividad u origen
familiar-, en la casi totalidad llevaban consigo el substrato católico, como
puede ponerse de ejemplo a los Gallardo, los hermanos Irazusta o don Carlos
Ibarguren. Es decir, que la condición de católicos comprendía a la generalidad,
pero el aporte que el nacionalismo les dio, a través de preclaros sacerdotes y
laicos, fue el de preservarlos del modernismo que ya entonces campeaba en
varios y encumbrados ambientes eclesiásticos; en tal sentido, cabe recordar la
huella trazada en toda una generación por los Cursos de Cultura Católica, de
cuyos benéficos efectos todavía gozamos.
Volviendo a las
características del movimiento aludido, corresponde señalar como sus notas
distintivas la adhesión al pensamiento católico tradicional y el esfuerzo de
recuperar para la cultura y la actividad pública argentinas los elementos
principales de la herencia hispánica. El acceso al poder le fue imposible por
razones que no viene al caso exponer o someter a debate en esta oportunidad,
pero sí fue capaz de conformar una corriente de pensamiento singular, que
nutrió a sus adherentes de una personalidad muy definida, fácilmente
reconocible para los afines cuanto a los hostiles, contándose entre estos a la
inmensa mayoría de los que integran la llamada clase política, circunstancia
que lejos de menoscabar la fama de los repudiados la enaltece.
Hasta me animo a
sostener, que en estos tiempos, al vernos urgidos a precisar una identidad,
hacerlo como nacionalista, aun en términos religiosos, es más sencillo que como
católico, ya que dicho calificativo, lamentablemente, poco sirve hoy para
definir. Las enseñanzas y el ejemplo de sacerdotes como los padres Meinvielle y
Castellani, los frailes dominicos Alberto García Vieyra y Mario Pinto y de
mayor proximidad generacional a nosotros, el padre Alberto Ezcurra ‒por qué no incluir en esta nómina al
padre Osvaldo Lira Pérez, amigo de la Argentina y de tantos de los mentados en este
artículo‒, señalaron un derrotero
espiritual que, partiendo de la buena teología, se proyectó al ámbito de la
política. Así, el más puro catolicismo, en la Argentina, pudo mamarse
en fuentes nacionalistas.
Sin embargo, al
movimiento aludido todavía le cabría cumplir un papel en auxilio de la Santa Iglesia, no ya
de carácter meramente intelectual, sino vinculado con la actividad
específicamente pastoral de ésta. En una época en que malos pastores y falsos
profetas sobreabundan, hizo posible -de manera singular- que un buen pastor
estableciera entre nosotros una obra genuina de restauración católica y, a
partir de ahí, en el resto de América, poniendo a su disposición, como hemos de
ver, medios pequeños pero eficaces. Por lo demás, en medio de la obscuridad en
que vivimos, tal hecho debe animarnos, porque bien puede entenderse como un
privilegio ‒gracia‒ para la Argentina.
A cuarenta años del
suceso, encontramos una obra consolidada, que se inició y creció con la
indiferencia si no hostilidad de los poderes mundanos, la prensa, en
particular, como uno de los preponderantes. Esa situación de desamparo
desmentía a los detractores, que la acusaban de cismática, cuando es
característica de tales segregaciones el concurso necesario de sectores
gravitantes para sostenerlas; muy distinto ha sido su caso que, aparte del
pequeño rebaño que la acompañó, no tuvo otra fuerza que la de la Verdad, que confesó sin
cortapisas.
Poniendo esta
cuestión en el punto debido, atento que aún hoy sectores ubicados en las
antípodas, pero también algunos de los que gozan de los beneficios litúrgicos
procurados por dicha congregación, se empeñan en excomulgarla, el propósito
expresado por el papa emérito de “llegar a una reconciliación en el seno de la
Iglesia” (carta a los obispos del 7/7/2007, acompañando al “motu proprio”) la
aclara suficientemente. Y sus sacerdotes tienen el reconocimiento pleno de las
mismas autoridades que durante décadas pusieron obstáculos a su apostolado,
pasando de la condición de leprosos a poseer certificado de buena salud, sin
mediar retractación alguna ni enmienda en su conducta, empleando para la cura
de las almas la medicina acostumbrada: los sacramentos de siempre.
El miércoles 20 de
julio del 1977 llegó monseñor Marcel Lefebvre a la Argentina, culminando un
periplo americano iniciado con breves visitas a Colombia y Chile. No fue la
primera vez que estuvo entre nosotros: no más de cinco años antes, pero, en
todo caso, cuando ya el de Ecône era denunciado por el episcopado francés de
ser un “seminario salvaje”, predicó a los seminaristas de la diócesis de Paraná
los ejercicios de iniciación de cursos. Quedó como anécdota simpática el
testimonio de uno de sus ocasionales anfitriones, quien advirtió en el gesto
siempre sereno del prelado una cierta sorpresa, al ver que monseñor Tortolo,
recorriendo algunos de los poblados cercanos (Puerto Sánchez y barrio Maccarone),
arrojaba al voleo “medallitas milagrosas”, prestamente recogidas por los
chiquillos acostumbrados a tales distribuciones; aparentemente distaba ésa de
ser una práctica corriente, no digamos en Europa sino que tampoco en África. La
afinidad que trasluce dicha recepción, conjuga con el consejo dado por el
arzobispo de Paraná ‒presidente también
de la Conferencia
Episcopal Argentina‒
al joven Jean-Michel Faure, “pied-noire” refugiado en la Argentina, de orientar
su vocación sacerdotal al seminario suizo.
Esta última
referencia sirve para poner de manifiesto que la empresa de monseñor Lefebvre
no partía de un empecinamiento personal y que, por el contrario, era apoyada
por obispos que desde el transcurso de las sesiones conciliares demostraron
preocupación por la deriva a la que se deslizaba la Iglesia. Pero, le
tocaría a él llevarla a cabo en impiadosa soledad -sólo atenuada por la heroica
compañía de monseñor de Castro Mayer-, que tuvo para un hombre de su honda
sensibilidad católica, el carácter de martirio.
Volviendo a esas
jornadas fundamentales para el destino del catolicismo en estos lares, cabe
recordar que la primer misa pública, anunciada para celebrarse en una precaria
edificación ubicada en Villa Soldati en el mismo día de su llegada al país, fue
impedida por acción de la
Policía Federal: el presidente Videla, católico liberal, no
quería malquistarse con el ordinario del lugar, de su misma “religión”. Tres
días después, hacia el mediodía, pudo oficiarla en una capilla puesta bajo la
advocación de Santa Leonor, erigida en la quinta homónima de la localidad de
Hurlingham, cuyos propietarios fueron originalmente el matrimonio constituido
por don Carlos E. Rudin y doña Leonor R. G. de Rudin, sepultados allí. La
concurrencia fue numerosa y la presencia policial discreta y en nada
intimidante, pues, al almirante Massera, a cuya influencia respondía el
gobierno bonaerense, no le interesaba agradar a la jerarquía eclesiástica y sí
incomodar a su par del Ejército. Y ya que del ámbito militar se trata y también
de nacionalistas, puede destacarse que estuvo ahí el padre Roque Puyelli, capellán
entonces de la base del Palomar y posteriormente capellán mayor aeronáutico,
castigado con un arresto en razón de ello por el jefe de la unidad, como
demostración de que tampoco ese “orden” fuese sumamente monolítico; años antes
lo había conocido, acompañando a un grupo de amigos presentados por Juan Carlos
Goyeneche, agasajándonos en el casino de oficiales.
Siempre digo,
acudiendo a una imagen acuática, que atravesar el arroyo Morón ‒límite natural de las localidades de El
Palomar y Hurlingham‒ fue una suerte de “cruce
del Rubicón”, por lo que esa jornada significó para no pocos de los asistentes.
A diferencia de los franceses, curtidos por la arbitraria excomunión impuesta a
los miembros de la
Acción Francesa y levantada por el papa Pío XII apenas
asumido el pontificado, los argentinos no estábamos entrenados en la
resistencia a las desmesuras de las autoridades romanas, acéptandolas con una
docilidad despareja a la exhibida respecto de los poderes civiles, que para el
caso no eran beneficiados con una hermenéutica rigorista de la epístola primera
de San Pedro (2, 13-17) aunque, justificándonos por el desorden sobreviniente a
la derrota de nuestro príncipe cristiano en Caseros.
Recuerdo, habiendo
tocado el punto atinente a los problemas de conciencia planteados por la
adhesión a un obispo suspendido por el Vaticano, que contemporáneamente a los
hechos relatados, se efectuó una reunión de los integrantes de la cátedra de
Filosofía del Derecho que el Dr. Guido Soaje Ramos tenía en la Universidad de Buenos
Aires. En su transcurso, debatiéndose la actitud a tomar frente a los mismos,
uno de los auxiliares, un fiscal rosarino de ascendencia inglesa, expresó
entender las razones de la disidencia del prelado, al ser la nueva misa similar
a la anglicana que frecuentaba antes de su conversión, pero que estaba impedido
de acompañarlo para no enfrentar a Roma nuevamente, luego de permanecer mucho
tiempo separado de ella, obviando la advertencia paulina a los cristianos de la Urbe, de que la primer
obediencia es a la Fe,
determinada ésta por el rito: “lex orandi, lex credendi”. Como consecuencia de
dicha reunión, Félix Adolfo Lamas, adjunto, y Augusto José Padilla y yo,
auxiliares, manifestamos la voluntad, concorde con la del maestro, de adherir
simplemente a la posición de monseñor Lefebvre.
Pero, siendo ya
oportunidad de ir al grano, es decir, de presentar los elementos que abonan la
tesis propuesta, corresponde evocar aquello que, salvo prueba en contrario,
constituyó la primera aproximación de una organización argentina a la Fraternidad Sacerdotal
San Pío X. Con una precisión temporal que desconozco, puesto que mi narración
no es el resultado de una indagación sino de comentarios oídos en tertulias
informales, fue que, aprovechando un viaje de Norberto Quantín a Europa, sus
amigos ‒camaradas‒
de Patria Grande le encomendaron la misión de ir a conocer dos reductos de los
que acá se tenían noticias como focos de resistencia a los desvaríos
conciliares: el Palmar de Troya y Ecône.
El primero de ellos
fue rápidamente abandonado por el visitante, como era de suponer para alguien
habituado a desentrañar todo tipo de personalidades, experiencia adquirida en
su extenso y provechoso ejercicio de la función judicial. Muy distinta fue la
impresión causada por el seminario de la FSSPX y el juicio consecuente. Con tal
conocimiento, ese grupo de amigos, activo propagador del ideario nacionalista y
particularmente allegado al padre Castellani, cuando se produjo la visita de
monseñor Lefebvre, puso a su disposición el local de la avenida Entre Ríos 181,
donde el prelado pudo por fin dar una misa pública en la ciudad de Buenos
Aires, poco antes de regresar a Europa. Y a partir de ahí y allí mismo, desde
el primer domingo de agosto hasta fines de noviembre del 1977, los padres
Faure, Raúl Sánchez Abelenda y Antonio Félix Mathet, celebraron misa los
domingos para la feligresía trinitaria (no debiéndosela llamar porteña, por la
inconveniencia de emplear tal gentilicio). Poco tiempo después, se inauguró un
nuevo centro de misas, a media cuadra de la estación Martínez, aprovechado por
los vecinos de la zona norte, en la casa del generoso matrimonio formado por
Lito Hernández y Blanquita del Águila ‒entusiastas
militantes nacionalistas‒, que se mantuvo
por más de diez años, hasta la inauguración de la capilla de Nuestra Señora de
Fátima.
Habiendo mencionado
al padre Mathet, merece destacarse que él también era nacionalista. Fue el
primer sacerdote argentino perteneciente a la Fraternidad. Ordenado
por monseñor Tortolo, inició su ministerio en la iglesia de La Paz (ER), donde prontamente
tuvo problemas: el párroco lo denunció por recitar la fórmula de la
consagración en voz baja y en latín. Indudablemente, el obispo, para
preservarlo de tan molestas intromisiones, valiéndose de la función que
desempeñaba simultáneamente ‒vicario
castrense‒ lo destinó al Hospital Naval
como capellán.
Disponiendo de los
medios necesarios para llevar adelante su apostolado ¿qué más necesitaba la FSSPX para poder arraigar?
Una feligresía. Y ¿qué eran Alberto G. del Castillo, Víctor Eduardo Ordóñez,
Emilio Samyn Ducó, Fernando Olmedo Alba Posse, Julio Lazcano Bilbao la Vieja, María Rosa González
Pondal, Federico González Pondal, Jorge Florentino Fonseca, Silvia Teresita
Cabrera, Juan Carlos Siris, Ricardo Muskett, Francisco Olmedo, el comodoro
Ricardo Castellano, Alberto Falcionelli, José Ma. Racedo, Alberto Boixadós,
Olga Moreno, Marcelo Agustín González, Alberto Santos, Tomás Richards, Graciela
Llosa de Genis, Roque Raúl Aragón, Bernardo Lazarte, Julio Posse Terán, Héctor
Ma. Couto, el coronel Ricardo Llambías, Vicente G. M. Massot, Federico
Domínguez, Horacio Aragón, el coronel Roberto Caballero, Gerardo Valenzuela,
Roberto Fattorini, Jorge Mastroianni, Juan Antonio Vergara, Orlando Juan Gallo,
el comodoro Conrado Antonio Dans, Margarita Delfina Demontis vda. de Quantín,
Adolfo J. Astinza…? Entiendo que esa sola enumeración despeja cualquier duda.
Lejos está de ser exhaustiva ‒pido
disculpas a aquéllos a quienes involuntariamente omito, pero quiero evitar
endilgarles el sayo cuando carezco de certeza de que les quepa‒ aunque sí ilustrativa de la situación
dada en los comienzos, en que los miembros de la “facción”, en muchos casos con
numerosa prole, dejaban pocos lugares en la platea.
A esa bienvenida se
sumó prontamente el carlismo neto de Pichimahuida, bajo la advocación de
Nuestra Señora de las Pampas, educando a nuestras niñas en la SAS y fortaleciendo a los
jóvenes en las cabalgatas y, de manera similar a lo sucedido en Mendoza y Alta
Gracia ‒merced al concurso de familias
ejemplares como las de don Rubén Calderón Bouchet y el maestro Soaje‒, permitiendo el despliegue de la FSSPX con la edificación de
templos y escuelas.
Hubo también
expresiones de apoyo a monseñor Lefebvre y su obra provenientes de
organizaciones o personalidades nacionalistas que tomaron estado público,
disonando con las abrumadoras manifestaciones de repudio que difundían la
generalidad de los medios de prensa. En la edición del diario La Nación del 23/7/77, se daba
cuenta del recurso de amparo interpuesto por los Dres. Carlos A. Galíndez,
Federico Ibarguren y Roberto H. Marfany y el escribano Pedro Alberto Millán por
la “prohibición de que oficiara misa en nuestra capital” y de la declaración
emitida por el Ateneo de Estudios Argentinos con la firmas de sus presidente ‒Félix Adolfo Lamas‒
y secretario, en la que consideraba “un deber sagrado saludar a tan digno
visitante y adherir a su heroica lucha en defensa de la integridad de la
tradición”. La revista Cabildo (dirigida entonces por Ricardo Curutchet), símbolo
por excelencia de dicha corriente en las últimas décadas, en editoriales y
artículos respaldó a la católica empresa, informando, además, sobre lugares donde
se celebraban las misas.
Afirmé que el
nacionalismo argentino apoyó de manera singular a monseñor Lefebvre en el
difícil momento de la visita evocada. Lo hizo a través de las acciones
reseñadas, a diferencia de otras organizaciones que, puestas a analizar la
situación de la Iglesia,
sostenían opiniones coincidentes. Recuerdo que en los primeros días de la
segunda semana de su estadía en la ciudad de Buenos Aires, fuimos recibidos por
el prelado en una audiencia concertada con anterioridad, Félix Lamas, Juan
Bautista Thorne y yo, en la casa del escribano Marcelo Ferrari y su esposa,
doña Mercedes de Anchorena. Nos tocó pasar después de haberlo entrevistado el
Dr. Cosme Beccar Varela (h.). Desconozco, ciertamente, los detalles de esa
conversación pero no, que tanto él como la sociedad que entonces lideraba ‒TFP‒,
omitieron cualquier tipo de declaración pública y que sus integrantes no
engrosaban la feligresía aludida; por el contrario, su padre, generoso
benefactor de la Fraternidad,
su madre, doña Julia Helena Sundblad y su hermana Paz, siempre concurrieron a
las misas celebradas en Martínez.
En cuanto a la
reunión que en representación del AEA tuvimos con monseñor Lefebvre, cabe
señalar que nuestro portavoz orientó la plática al juicio que le merecían
distintos políticos católicos, expresando su simpatía hacia el inolvidable Blas
Piñar y gran admiración por el estadista portugués Antonio de Oliveira Salazar.
De ese espectro
católico conservador referido ‒denominémoslo
así, porque era entonces la forma de identificarlo‒
no participaba la revista Roma (cuyo consejo patrocinador integraba el capitán
de fragata Jorge Rafael Rubio), que era en sí una institución, sostenida en el
esfuerzo del ingeniero Mateo Roberto Gorostiaga y de Andrés de Asboth, como
tampoco la Falange
de Fe y los Caballeros de María Reina (Jorge Sernani Panopulos y Alberto
Mensi).
El resto de ese
ambiente, conformado por los sectores católicos “ponderados”, mantenía una
actitud de indiferencia cuando no de hostilidad, la misma que señalé de parte
de los poderes mundanos, respecto de la nueva congregación. Recuerdo, que en el
transcurso de una “semana tomista”, a la que asistieron seminaristas de La Reja por la misma razón con que
eran estimulados a hacerlo los estudiantes universitarios, el rector de la UCA, considerado por muchos de
los que nutrían a dichos sectores la encarnación local del Aquinate,
advirtiendo su condición de “rebeldes” ‒si
la sotana la usaban sólo ellos en el estamento clerical‒
dispuso su expulsión; era el mismo que despidió en el 1971 a Alberto Casas
Riguera, secretario de redacción de la revista Universitas, por publicar un artículo del padre Meinvielle acerca
de la teología de Rahner. Afortunadamente, algunas veces ‒pocas‒ llegaron los consuelos, como cuando
monseñor Bonamin fue a conocer la capilla de la calle Venezuela, expresando con
su voz potente y ronca al padre Mathet, su antiguo subordinado castrense, que
monseñor Lefebvre había hecho lo que ellos no se atrevieron.
Creo haber puesto
en evidencia en estas líneas el obrar unánime de la FSSPX y entidades y miembros
‒algunos de ellos destacados‒ del nacionalismo en los primeros tiempos
de establecida la congregación entre nosotros. Ese momento fue contemporáneo al
que podemos señalar como el que marcó la acentuación de nuestro proceso de
decadencia. Contra tal declinación dicha corriente política poco pudo hacer,
puesto que, a pesar de haber contado con los mejores pensadores que tuvo la Argentina en el siglo
veinte, que iluminó las inteligencias y animó las voluntades de un sinnúmero de
hombres de bien, algunos mártires, nunca tuvo influencia decisiva en el
regimiento de la nación. Ello podría significar un fracaso para quienes
orientaron gran parte de sus vidas a la actividad política. Pero, con la aquí
reseñada, dieron la posibilidad de que la Patria recuperara la Santa Fe, el don más
preciado recibido de España, prestándole así, quizás, su mejor servicio y sea
éste la semilla de impensados bienes.
Mi reconocimiento,
por haber permitido la precisión de algunos hechos de la narración, a las Sras.
Lidia Lavalle Cobo-Rudin y Mercedes Ferrari-Anchorena de León y al padre
Gerónimo Fernández Rizzo, secretario personal de monseñor Tortolo y valiente
capellán castrense depuesto en acto de servicio, viejo compañero mío del
Colegio Manuel Belgrano (HH.MM), que mantiene inalterables sus ideales de
juventud, cuando militaba en la Guardia Restauradora Nacionalista, agrupación
fundada por el padre Julio Meinvielle. También a mi mujer, Clarita Falcionelli,
por haberme animado a escribir esta memoria, para manifestar la gratitud debida
por los beneficios recibidos.
Juan Lagalaye
Miembro titular de la Hermandad Nacional
del Maestrazgo (España)
Miembro fundador de la Hermandad Tradicionalista
Carlos VII (República Argentina)
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https://youtu.be/XawGtpUgToA
Especial TLV1 N°34 - España y las pretensiones independentistas de Cataluñia, por Josep Alsina
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