LA DIESTRA DEL SEÑOR EJERCIÓ SU PODER
Jesús está en la barca. La barquichuela es,
según la liturgia, la Santa Iglesia. Es también nuestra propia alma. Cristo
vive y obra en nosotros, cuida de nosotros, nos guía, nos sostiene y protege. “La diestra del Señor ejerció su poder; la
diestra del Señor me ha exaltado; no moriré, antes viviré, y contaré las obras
del Señor” (Ofertorio).
El Salvador vive en la navecilla de nuestra alma. Desde allí, anima y vivifica nuestro espíritu, nuestra voluntad y todo nuestro ser, de la misma manera que lo hace la vid con sus sarmientos. Formamos con Él un todo orgánico, como el tronco con sus ramas. Está cerca de nosotros, está en lo más íntimo de nuestro ser. Vive en nosotros, que somos sus miembros, inundándonos constantemente de su luz y de su fuerza, saturándonos de su propia vida (según dice el Concilio de Trento).
Jesucristo está en nosotros con sus intereses divinos, con su amor sin límites, con su inagotable misericordia, de manera tal que no estamos solos, ni estamos desamparados. Siempre está Él a nuestro lado, haciéndonos compañía. Por este motivo es verdadero afirmar que en la navecilla de nuestra alma hay siempre un experimentado piloto, tan inteligente como compasivo, tan poderoso como bien dispuesto a prestarnos su ayuda. Está realizando constantemente en ella la obra de nuestra purificación y de nuestra santificación, está impregnándonos siempre de su divino amor.
Trabaja sin dar golpes, silenciosa y pacíficamente, sin prisas ni agitación innecesaria. Aparentemente, se diría que Jesús está dormido, que no se preocupa por nosotros. Sin embargo, esta impresión no pasa de ser una mera apariencia. En realidad, está siempre allí y conduce constantemente nuestra barquilla. Nos da fuerza para resistir valerosamente la tempestad de nuestras pasiones, del embravecido mar de nuestras tentaciones, de nuestras dificultades, de nuestras dudas, de nuestros apuros, de nuestros dolores.
Nuestra alma es una perenne Epifanía de la presencia, del dominio y de la acción del Señor en sus miembros. Creamos en esta acción suya en nosotros. Dirijamos hacia Él nuestras miradas. Vayamos a Él con todo lo que nos aflija y angustie, y pronto experimentaremos que “la diestra del Señor (que obra en nosotros) ejerció su poder; la diestra del Señor me ha exaltado; no moriré, antes viviré, y contaré las obras del Señor”.
Cristo subió por primera vez a la navecilla de nuestra alma el día luminoso de nuestro santo bautismo. Entonces tomó posesión de ella y la signó con su sello, con el sello indeleble e irrenunciable del carácter bautismal: “Eres mío”. Quiere encargarse él mismo de nuestra navecilla, para que ésta navegue en una feliz travesía. Quiere cuidarla, conducirla y salvarla Él mismo. Todas las veces que nos acercamos al Sagrado Convite, sube de nuevo a ella, en la sagrada Comunión, para pilotearla, durante todo el día, con su sabio, poderoso y experimentado brazo. De este modo, ella hará un buen viaje y tendrá un arribo feliz. Cuanto más nos abandonemos y nos entreguemos a Él, cuanto más confiemos en Él, desechando todo temor y toda inquietud inútil, más nos tomará Él entre sus manos y nos conducirá con mayor celeridad. “La diestra del Señor ejerció su poder”. ¡Una revelación de la fidelidad, del amor y de la fuerza del Señor, de la Vid en sus sarmientos!
¡El Señor glorioso está sentado en la navecilla de nuestra alma! ¡Pero hay tempestad! Nosotros perdemos nuestra calma. Nos ponemos nerviosos. Nos llenamos de pánico. ¿Acaso no está Él aquí? Por cierto que está: pero… ¡está durmiendo! El rugido de la tempestad y el furor de las olas no lo inquietan ni lo asustan. ¡Es tan distinto de nosotros! Éste es su secreto: en la tempestad, como en todo, Él sólo ve una cosa: ve al que sostiene, con tres dedos de su mano, como si realizara un sencillo juego, los millones y millones de mundos que pueblan el universo. “No caerá ni un solo pelo de vuestra cabeza sin que lo permita vuestro Padre celestial” (San Mateo, 10, 29).
“¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?” Cae la noche. Desaparece la luz. Llega la tormenta, que va a poner a prueba la paz y la firmeza de nuestra alma. No es difícil estar tranquilos y conservar la igualdad de ánimo cuando nuestra vida se desliza normal y ordenadamente, cuando todo nos sale a la medida de nuestros deseos. Pero, ¿sucede lo mismo cuando aparece la tempestad? ¿Sucede lo mismo cuando nos encontramos con algo que contradice nuestros anhelos? ¡Qué pronto desaparece entonces nuestra calma! ¡Qué pronto se amortigua y hasta desaparece también nuestro amor! Decididamente, las raíces de nuestra paz eran poco profundas. No calaban más allá de las cosas terrenas. No poseían otra savia que el aprecio, el agrado o la adulación de los hombres, la satisfacción de nuestros gustos y de nuestro amor propio. No penetraban hasta lo más hondo de nuestra alma, hasta allí precisamente donde duerme el que siempre vigila, donde no soplan los vientos tempestuosos de la tierra. “¡Señor, que vea!”
La tempestad destruye todo lo que hay de pequeño y de mezquino en nuestra naturaleza, en nuestra piedad. Es un gran beneficio el que ella nos hace. La tempestad puede y debe hacernos grandes, debe hacernos creer en el Grande, en el Señor, que habita y obra en nuestra alma. La tempestad debe robustecer y acrecentar nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. Debe obligarnos a acudir a Él con más frecuencia, por medio de la oración. ¿No queremos crecer espiritualmente? ¿Por qué tememos, pues, las tempestades? “He aquí la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (I San Juan, 5, 4). Ésta es nuestra luz, ésta es nuestra estrella.
Y así como hablamos de la pequeña barquilla, lo mismo podemos aplicarle a la Barca por antonomasia. Estamos atravesando una horrenda tempestad, donde las olas adquieren la altura de los mayores monstruos marinos que la imaginación de los hombres jamás haya podido crear. La nave de Pedro, siempre victoriosa tras veinte siglos de singladuras y con sus redes prestas para la pesca de los hombres, parece hoy enloquecida cáscara de nuez que se desbanda al capricho de los mares. ¿La furia de los vientos desatada doblegará al fin a su corazón viril y audaz?
Una marinería ebria que abandona sus posiciones, para dedicarse a los más exóticos y nuevos ejercicios que se le antojen, una marinería alzada contra sus deberes, ganada por el espejismo de las novedades… ¿No parece inevitable el desastre? Y lo peor de todo, el Timonel, la Roca que debiera sostener el derrotero de veinte siglos, está adormecido y le quita su vigor y su sentido a la bitácora que siempre se ha usado, por soñar con rumbos nuevos.
¡Escúchanos, Señor! ¡Sálvanos del
naufragio! ¿Hasta cuándo?
Calma. Dios parece estar durmiendo. Pero Él vigila y permite la tormenta feroz. El Señor que calma el mar, cuando lo desee, logrará que las aguas se aquieten nuevamente y en su pía solicitud nos salvará. Pero hasta ese momento ‒por ser muy necesario‒ volvamos a munirnos con el santo salvavidas del Rosario.
Recaredo Garay II
SÚPLICA PARA LA
IGLESIA MILITANTE
¿Es que perdió su rumbo
La nave de la Iglesia?
¿Es que a porfía
Se nos ha puesto a andar
de tumbo en tumbo,
Ebria y alzada la marinería?
¿Qué fue de la pasada
Misión de iluminar la mar ignota?
¿Quién le dejó, Señor, así trocada
Su derrota en derrota?
¿Qué viento amotinado
Rasgó sus velas y quebró su quilla
Y la azotó sobre el acantilado
Lejos de Tí, mi Dios, y de tu orilla?
¿Qué Capitán, Señor, adormecido
Por culpa y obra de la democracia
Le quitó su vigor y su sentido
Y la gracia velera de tu Gracia?
Todavía esperamos que en tu pía
Solicitud nos salves del naufragio.
El Diablo nos acecha día a día.
¡Escúchanos, Señor, nuestro sufragio!
(Y que Santa María,
Nuestra Señora la Corredentora,
Si fuera necesario,
Nos tienda nueva vez en esta hora
El santo salvavidas del Rosario).
Ignacio B. Anzoátegui
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