LEVÁNTATE, JERUSALÉN
La festividad de la Epifanía —6 de enero— conmemora solemnemente la llegada de los Reyes Magos de Oriente, guiados por una estrella milagrosa que se les apareció y los condujo hasta Belén, donde encontraron al Cristo en el establo. Prosternados ante Él, le adoran y le ofrecen regalos.
Esta festividad se denomina Epiphania Domini, o Aparición, o Manifestación del Señor, debido a que la Iglesia quiere con ella descubrirnos y explicarnos los tres grandes acontecimientos de la vida de Cristo con los que manifestó al hombre Su Divinidad:
1) La llegada de los Reyes Magos de Oriente, por quienes se reveló a los gentiles como el Hijo de Dios. 2) Su Bautismo en el Jordán, en el cuya ocasión Su Divinidad se dio a conocer a los Judíos. 3) Y Su primer milagro en las bodas de Caná, por el cual se reveló a Sus discípulos.
El profeta Isaías, en esta epístola, predice que la Luz del Señor, que es Cristo, se levantará sobre Jerusalén —Jerusalén es el prototipo, la figura, de la Iglesia— y que los gentiles, que no sabían nada del verdadero Dios, vendrían a caminar en la Luz que Cristo, por Su doctrina y santa vida, haría brillar, y que innumerables naciones de todas las partes del mundo, se reunirían como hijos suyos para adorar al único Dios verdadero.
El cumplimiento de esta profecía comenzó con la adoración de los Reyes Magos, que deben ser considerados como los primeros conversos cristianos de los gentiles. La Iglesia, por tanto, muy apropiadamente, celebra este día con gran solemnidad. De aquí que también nosotros debemos compartir la alegría de la Iglesia, ya que nuestros propios antepasados eran gentiles, y tal como los Reyes Magos, fueron ellos llamados a la Fe verdadera.
Exclamemos con Isaías: “Alabad, oh cielos, y alegraos, oh tierra; montañas, alabad con júbilo: porque el Señor ha consolado a Su pueblo y tendrá compasión de sus pobres” (Isaías, 49:13).
¿Qué hizo que los Tres Reyes emprendieran un viaje tan largo, pesado y peligroso?
Una estrella —que Dios permitió que apareciera en su tierra y que fuera por ellos observada— fue el medio por el cual quiso el Señor iluminarlos interiormente, para que —viéndola— inmediatamente reconocieran su significado.
Aprendamos de estos Reyes —que tan fácilmente, y de inmediato, respondieron a la inspiración de Dios emprendiendo un viaje tan difícil— el seguir sin demora los impulsos de la gracia divina.
Del celo de los Reyes Magos, y de la intrepidez con que le preguntaron al poderoso Herodes dónde podían encontrar al Mesías, debemos aprender a buscar y practicar —sin miedo a los hombres— lo que sea necesario para obtener nuestra salvación.
¿Por qué temía Herodes, y toda Jerusalén con él? Herodes temía porque era un rey orgulloso, arrogante, cruel y celoso, y se sabía (con causa…) muy odiado por demasiados de entre sus súbditos; de hecho, era idumeo y no judío, y por tanto, con dudosos derechos al trono de Israel. Cuando por los Reyes Magos se entera de este Rey de Israel recién nacido, inmediatamente teme que sería privado de su trono,… y castigado por sus vicios.
Una mala conciencia siempre hace que el individuo esté enfermo de recelo, aprensión, desconfianza, inseguridad, miedo, ansiedad y desasosiego, y no tiene paz. No hay paz para el malvado, dice el Señor (Isaías, 57:21). Y toda Jerusalén temía con Herodes, porque muchos de cuyos habitantes, se habían unido a Herodes. Además —y ésta es una realidad que no se debe soslayar— los principales sacerdotes y escribas, los fariseos en especial, ciertamente se espantaban ante la perspectiva de que ante la venida del Mesías, ellos iban a ser atrozmente castigados por sus crímenes secretos. Sabían, por palabras de Isaías Profeta, que “Él juzgará a los pobres con justicia, y con el soplo de sus labios matará al impío” (Isaías, 11:4).
Así conmocionada Jerusalén con la llegada de estos eminentes y solemnes, magníficos y regios, Tres Personajes del Oriente —acompañados de espléndido séquito— Herodes, en menos que canta un gallo, reúne a los principales sacerdotes y escribas, en parte para informarse de ellos dónde el Mesías habría de nacer; en parte y principalmente porque Dios así lo había dispuesto, para que ni Herodes, ni los escribas y fariseos —que ahora saben del tiempo y del lugar del nacimiento del Mesías— tuvieran excusa alguna por su infidelidad.
De la misma manera Dios a menudo nos da a conocer a nosotros —y del modo más claro— las verdades más profundas… Sin embargo, les prestamos poco o nada de atención, —en realidad, las menospreciamos— y no las utilizamos para acercarnos en virtud al Señor.
Tal actitud fue la de estos judíos, que tenían un conocimiento suficiente del Mesías; quienes de hecho, incluso les dieron indicaciones a los Reyes Magos para cómo y por dónde llegar a Belén, y, así, al Niño; pero que no hicieron uso de éstos, sus conocimientos, para ir ellos mismos a adorarle, cayendo así del favor Divino.
Ahora bien, Herodes dijo que quería ir a adorar al niño. Aquí hablaban su disimulo, su maldad y su hipocresía. No tenía otra intención que encontrar a Jesús para simplemente ejecutarlo. De aquí que fingiera piedad para saber exactamente el momento y lugar del Nacimiento.
Así hacen los homicidas de las almas, que desean la caída de los inocentes. No dejan que sus malas intenciones sean advertidas enseguida, y así se ponen piel de oveja, fingiendo piedad y devoción, hasta que logran deslizarse en el corazón de los que, por la adulación y los regalos, así como por los sarcasmos contra la religión y la virtud, poco a poco van expulsando la vergüenza y el temor de Dios, y, por tanto, van asesinando al alma.
Una vez llegados los Santos Reyes a la presencia del Divino Niño, caen de hinojos y le adoran, porque por la luz de la Fe vieron a Dios mismo en el Niño de Belén. A pesar de la pobreza que rodeaba al Infante, reconocieron en él al Mesías esperado, el Rey recién nacido de los judíos, y, postrándose ante Él, pagaron el homenaje de su país, ofreciéndole oro, incienso y mirra.
Debido a que era la antiquísima costumbre oriental el no aparecer sin regalos delante de un príncipe o un rey, los Tres Reyes —como los Santos Padres universalmente enseñan— iluminados por el Espíritu Santo, quisieron, por sus presentes, honrar al Niño como Dios, como Rey, y como Hombre.
Por esto San Beda el Venerable escribe: “El primero de los reyes, llamado Melchor, dio oro a Cristo, Señor y Rey; y el segundo, llamado Gaspar, ofreció incienso a la divinidad de Cristo, y el tercero, Baltasar, entregó mirra, con lo que expresaba que el Cristo, el Hijo del hombre, habría de morir”.
De modo semejante podemos nosotros traer ofrendas al Santísimo Infante:
Le ofrecemos oro cuando le amamos con todo el corazón. Y cuando, por amor a Él, le obsequiamos nuestra voluntad —nuestro tesoro más preciado— a través de la perfecta obediencia y la abnegación constante. También le ofrecemos oro cuando, en Su nombre, ayudamos a los pobres con la limosna.
Asimismo, podemos nosotros ofrecerle incienso cuando devota y ardientemente elevamos nuestra oración a Él, de modo especial cuando meditamos en Su omnipotencia, en Su bondad, justicia, misericordia y amor infinitos.
Además, nosotros le ofrecemos mirra cuando rechazamos deseos carnales, mortificamos nuestras malas inclinaciones y el desenfreno de las pasiones, y luchamos por la pureza de cuerpo y alma.
Finalizada la Visita al Niño Dios, los Magos regresan por otro camino a su país por mandato del mismo Dios.
A partir del ejemplo de los Tres Reyes Magos debemos aprender a obedecer a Dios antes que a los hombres, es decir, a ser obedientes a Sus instrucciones, aunque no las entendamos del todo.
De esta manera los Tres Reyes obedecieron al Señor, aunque no entendieran por qué Dios les mandaba eludir a Herodes.
Después de haber encontrado a Dios debemos andar en el camino de la virtud, y no volver a nuestros antiguos caminos pecaminosos: “Nuestra patria es el paraíso, el cielo —escribe San Gregorio—. Nos hemos apartado de ella por el orgullo, la desobediencia y el abuso de los sentidos, por tanto, es necesario que volvamos a él por la obediencia y el desprecio del mundo, aplacando los deseos de la carne; así revertimos a nuestra Patria por otro camino. Mediante placeres prohibidos hemos perdido el gozo del paraíso; por la penitencia debemos recuperarlo.”
Concedednos ¡oh Divino Salvador! la simple, pura y firmísima Fe de los Tres Reyes de Oriente. Iluminad nuestro entendimiento con la Luz con la que les iluminasteis, y moved nuestros corazones para que, de aquí en más, puedan seguir esta Luz, buscándoos sinceramente a Vos, porque en primer lugar Vos vinisteis a buscarnos a nosotros.
Concedednos también, que realmente podamos encontraros, para que con los Tres Reyes Magos podamos adoraros en espíritu y en verdad; y podamos traeros el oro del amor, el incienso de la oración, y la mirra de la penitencia y de la mortificación, para que, habiéndoos ofrecido el sacrificio de nuestra Fe, podamos, un día, adoraros en la gloria eterna de Vuestra imperecedera Epifanía. Amén.
Architriclinus
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