JESÚS, LOGOS
DEL PADRE
El Prólogo del Evangelio de San Juan,
que tanto hemos leído en estos días, contiene la doctrina de Logos, o Verbo de Dios. Es una palabra griega original en el Evangelio que
Jesucristo no usó; pero que corresponde a la palabra sophia o sapiencia, que
Jesús usó y que entronca en los libros sapienciales
del Antiguo Testamento. Cristo, dice San Juan, es el Logos, o la Sabiduría, del Padre; y es Dios y es hombre; y es la
vida del hombre.
Logos
significaba en ese tiempo para los griegos palabra,
razón, conocimiento, comprensión, sentido, ciencia, cordura, sabiduría… Era
un concepto sumamente compresivo y sumamente prestigioso —cuasi mágico— en los
medios helenísticos, cultivados en la filosofía de Heráclito, de Platón y de
Filón de Alejandría.
La escuela de crítica racionalista, que
nace en el siglo XIX del protestantismo —con Lessing— y desemboca en el ateísmo
—con Wrede, Brandes— pretendió que San Juan se había apoderado del concepto de Logos divino de la filosofía panteísta
griega y lo había injertado en la tradición evangélica; haciendo así de Cristo
un Dios, cosa que a Cristo y sus primeros discípulos no se les habría ocurrido
nunca. Y para eso identifican el Logos
de San Juan con el Logos de Philón:
filósofo judío del siglo I, que construyó un sistema de filosofía platónica
sobre la base de los libros mosaicos, fuertemente teñida de panteísmo. La
verdad es que entre el Logos de Juan
y el de Philón media un abismo: el Logos
de Philón —tomado de la filosofía estoica, que a su vez lo recibiera de
Heráclito y Anaxágoras— es la Razón
de Dios, la cual es el instrumento de
la creación del mundo, a la manera de la razón
operativa o la técnica del
artista, por intermedio de la cual el artista crea la obra de arte. Mas el Logos
de San Juan es una persona divina que se encarna en un hombre; y que no
solamente está en —el seno de— Dios sino que está con o cabe Dios; puesto
que el verbo era (eén) significa
identidad en griego y la preposición cabe (pará) significa una
distinción. La inteligencia de Dios
tiene en Dios una vida personal, tanto que pudo bajar a la tierra y hacerse
hombre: “y el Verbo se hizo carne y
habitó entre [y en] nosotros”.
Juan tomó el término del vocabulario
filosófico de su tiempo; y también su sentido principal, concretándolo y
aplicándolo al “Hijo del Hombre” e “Hijo de Dios” de los Sinópticos; entre
otros motivos, para significar un modo de generación enteramente espiritual, no
asimilable a la generación carnal que conocemos: “Los que no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la
voluntad del varón; sino que de Dios son nacidos”. Los musulmanes actuales,
lo mismo que los gnósticos antiguos, no opueden acordar —y con razón— que Dios
haya tenido un Hijo-carnal. Mas la
generación del Verbo no es carnal.
La generación eterna del Verbo no puede
compararse —y aún así permanece arcana— sino con la formación misteriosa del conocer
en el alma del Hombre. Dios se conoce a sí mismo, y en sí a todas las cosas; y
ese conocimiento es su “Hijo”. Esta
es la última palabra que el intelecto humano, bajo el influjo de la Revelación,
puede pronunciar sobre el misterio de la vida divina, inaccesible naturalmente
a sus alcances.
¿Qué era el Logos para la cultura helénica? Era, para algunos, un ser
intermediario entre Dios y el mundo (Plotino); para otros (Philón) era la razón
divina esparcida por la creación, distinguiendo a los seres y organizándolos;
pero era también otra cosa, pues el término no había llegado a esos soportes técnicos
sino acompañado por una nube de asociaciones que la matizaban. Todo lo que hay
de serio, de razonable, de ordenado (lo bello, lo regulado, lo conveniente, lo
legítimo), todo lo que era universal, armonioso y musical se agrupaba para el
espíritu griego en torno del Logos,
que era como la medida y el ideal de las cosas. Para formarse una idea,
piénsese en lo que significaba para los hombres del siglo XVIII el nombre
mágico de Razón: liberamiento,
sapiencia, virtud, progreso, luces; todo lo que inspira, desde hace cien años,
la palabra Ciencia; lo que sugiere a
nuestros contemporáneos el término Vida;
palabras-símbolo de significado indeterminado y fuerte carga afectiva: los
talismanes o banderines de la época. Son como resúmenes del ideal de una época,
llenos de sugestión por su misma vaguedad; indicadores de una solución que todo
el mundo busca, pero no es la solución misma, a no ser como silueta y como
germen… La solución que tendrá más chances de triunfar será aquella que hará
tomar cuerpo de la manera más clara a un mayor número de nociones apuntadas y
de aspiraciones inquietas, que vivían como en difusión en la Gran Palabra.
Ahora bien, San Juan respondió maravillosamente a ese movimiento de gestación
aplicando la palabra Magnética en forma precisa a Jesús de Nazareth, el Hijo de
Dios —fiel a la tradición bíblica del Libro de la Sabiduría—; y así respondió a
los deseos de las almas griegas, a las cuales la teoría de un Logos nebuloso, difundido
impersonalmente en las cosas, intermedio más bien que mediador, sombra de Dios
más bien que Dios, no podía llenar perfectamente. Juan “evangeliza” a la vez para los judíos y
para los gentiles.
Después de haber señalado a Cristo como
el Verbo del Padre, Juan lo hace sucesivamente la Vida, la Luz, la Gloria, la
Gracia y la Verdad de Dios; Engendrador a su vez de una nueva vida en “todos cuantos lo recibieren”. Él
comienza por ser la luz de todos los nacidos, porque imprime en toda alma
mortal la imagen de Dios en forma de razón y de conciencia; y es después el
principio de la luz sobrenatural de la fe, por la cual el hombre es levantado a
una nueva filiación, la adopción divina. La gracia y la verdad son sus dones,
de cuya plenitud todos recibimos; una verdad trascendente que sólo se da por la
gracia, gratuitamente.
La doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del
Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a
la naturaleza humana tomando su carne y alma; él llama a todos los hombres a la
verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre siendo
en la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, ha designado un Sub-Pastor
en la persona de Pedro. Cuando Juan escribía, Pedro había seguido ya a su
Maestro; pero esto no turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la
necesidad de la clave de estructura de la sociedad cristiana en la persona de
los sucesores de Pedro. Como está repetido tantas veces en el largo
Sermón-Despedida de Cristo antes de su Pasión, esta unidad de la sociedad
cristiana está asegurada; y ella se verifica en la fe y en la caridad.
Los que sienten tan fuertemente hoy en
día la necesidad de la unión de los discípulos de Cristo, deben advertir que
esa unión sólo es posible en la fe y en la caridad. Hoy día hay algunos que,
dejando de lado la fe, insisten en efectuar la unión en la caridad: es
imposible. El protestantismo hoy día —no así en sus comienzos— agotado en la
discusión interminable de las variaciones dogmáticas producidas por el “libre
examen”, ha acabado por arrojar “los dogmas” por la borda y forcejea por
unificar a los cristianos en una vaga adhesión personal a Cristo, que se vuelve
un puro sentimentalismo. Pero el primer lazo de unión es la verdad; y la verdad
no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí misma. Otros en cambio
pretenden mantener la unión sobre la fe sola.
Éste es el estado de las iglesias
católicas cuando decaen: sus fieles creen todos lo mismo así medio a bulto
(recitan el mismo Credo de memoria)
pero no están unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a
veces; oyen misa codo con codo en un gran edificio —que fácilmente puede ser
quemado—, reciben la “comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus
negocios; y quiera Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No
es ésta una “iglesia” propiamente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin
caridad. La fe sin obras es muerta; y la obra por excelencia de la fe es la
caridad; la comunión de las almas. “¡Obras, obras!” decía Santa Teresa; en
el mismo tiempo en que Lutero clamaba “¡Fe,
fe!” y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio, después
a todas en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si hubiesen
estado vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera caridad,
externas e internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado sajón no se
hubiese levantado, o hubiese caído de inmediato, sin separar de la Iglesia un
medio mundo.
El sifilítico Enrique VIII escribió una
obra en defensa de la fe en el Santísimo Sacramento contra Lutero, que le
mereció de la Santa Sede el título honorífico de “Defensor fidei”, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso
no le impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia
Universal, y precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero
y luego en la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y,
entre paréntesis, inventó el divorcio).
Porque la fe debe engendrar caridad, y
la caridad debe vivir de la fe; y sin eso, no hay unidad. Roguemos por la
Iglesia Argentina.
R.P.
Leonardo Castellani
(Tomado de su libro “El
Evangelio de Jesucristo”)
1 comentario:
Cuan vigente esta el maestro de Reconquista hoy en día!
Incluso al pedir que oremos por la Iglesia Argentina, que , por esos caminos que solo Dios conoce, dio a la Nave de San Pedro, uno de sus no mejores pastores.
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