UN LIBRO
El azar y mi hijo José trajeron a mi mesa la última obra de
Martín Caparrós, que ostenta el curioso título —el libro, no el
autor— de “Argentinismos”.
Se trata de algo confesadamente escrito en un estado de
ánimo muy particular, que oscila entre la crispación y el desconcierto, con lo
cual se ahuyentan las esperanzas de encontrar reflexiones lúcidas y serenas.
En verdad, tales esperanzas nunca fueron muchas. Caparrós (con su aspecto de suboficial
inglés en la guerra de Crimea), integra la inmensa tropa de los que eligieron y
difundieron la ideología izquierdo-progresista, variante marxista y han pasado
por el derrumbe del comunismo sin sentirse obligados a asumir ese fracaso y
brindar las correspondientes explicaciones. Siguieron —y siguen—
pontificando con ese irritante aire de saberlo todo,de
poseer en exclusiva un cierto secreto que
sería, la clave de la
Historia.
Actitud que ya era difícilmente soportable cuando el
fantasma de la revolución arrastraba sus cadenas por todo el mundo, pero que se
ha hecho inaguantable desde que el susodicho fantasma demostró ser una sábana
sucia y un palo de escoba.
En fin, reconozcamos en Caparrós el coraje de calificar de
combatientes revolucionarios lo que otros enmascaran de “juventud idealista”, y el de negar terminantemente todo vínculo
ideológico entre esos combatientes y la praxis capitalista (de amigos) del Dr.
Néstor Kirchner y su señora esposa.
Esa modesta lucidez salvó a su último libro de la pila de libros que
dejo “para después” y me hizo acometer su inmediata lectura. Provecho, lo
que se dice provecho no obtuve mucho.
Pero al menos me enteré de cómo juzga un intelectual de izquierda el momento
actual de nuestro país.
Caparrós, como
acabo de decir, rechaza a los K, pero —¡oh rabieta!— le molesta
(y mucho) que eso lo obligue “a no apoyar un gobierno que, aparentemente,
hace ciertas cosas que yo apoyaría y que, incluso llevo años esperando”.
Sucede que, como ha optado por un esquema de diccionario
para su libro —palabras sueltas desarrolladas con independencia—
esta idea del prólogo no tiene una explicitación orgánica y nos quedamos sin
saber cuáles son esas cosas que Caparrós lleva años esperando.
Desde luego, no es muy difícil imaginarlo. No creo que le
gusten las mentiras del INDEC, ni las prepotencias de Moreno o los latrocinios
de Boudou. Tampoco parece coincidir con el creativo
“modelo” de subsidios a los ricos que es la médula del sistema económico de los
K. ¿Qué queda entonces? Nada más que la destrucción del sistema jurídico del
país mediante el juzgamiento de militares prescindiendo de todas las garantías
que un orden secular había establecido y sin otra justificación que la venganza de los derrotados
militarmente.
Pero Caparrós es astuto para caer en esa trampa. Sabe que no
hay manera civilizada de defender esos juicios y entones opta por hacer la del
tero: grita contra el Ejército como institución que habría que suprimir y trae
—¡cómo no!— testimonios horribles del nazismo. En el montón de esos
recuerdos y esos argumentos la cosa pasa más inadvertida. Pero sigue estando
allí, intocada.
El resto del libro —las cuatrocientas páginas—
te lo debo, lector amigo. Como ya dije, Caparrós anticipa su perplejidad al
comienzo y la desarrolla a través de todas sus páginas. De nada está seguro y
todo es provisorio. Volveremos a leerlo en profundidad cuando consiga superar
sus dudas y tenga algo definitivo que comunicarnos.
PERO
Y sin embargo no puedo resistir la tentación de decir algo
sobre un par de afirmaciones del consabido Caparrós. En la página 288 del libro
se reproduce una información periodística de la tortura a que un alumno sometió
a su profesora, tortura oportunamente filmada por un compañero del torturador y
más oportunamente aún colgada en la red.
Después de deducir de allí que “estamos hechos m…” escribe Caparrós: “es una pena, pero hay relaciones que no funcionan sin cierto ejercicio
de poder. La enseñanza es una de
ellas: alguien —el alumno— cree que hay alguien —el
maestro— que sabe más que él, que eso que sabe le interesa y que por
tanto va a respetarlo y escucharlo”. Pero unas líneas más adelante se
asusta de lo que ha dicho y se corrige: “estoy
contra cualquier ejercicio de autoridad” (sic), y condena “la histeria y el autoritarismo” que
dirían que el torturador “es un monstruo,
sanciónenlo, échenlo, tírenlo a los perros […], dan ganas (de hacerlo) pero…
se estaría castigando a la víctima, no al culpable”.
Aquí tienen ustedes explicado el drama de la educación
argentina, lo que pasa en ella, por qué pasa y por qué no tendrá arreglo en
mucho tiempo. Caparrós se da cuenta de que esto así no va más. Pero al mismo
tiempo propone como solución la que se está aplicando desde hace treinta años. Hay
que estudiar —primero— quién es el culpable. Formar una comisión
que designe como asesores a veinte o treinta maestros que figurarán con
licencia, desde luego con goce de sueldo, durante unos añitos.
Las conclusiones de esa Comisión serán revisadas por otro
Alto Cuerpo, que redactará un proyecto de ley que pasará a la Cámara de
Diputados, la que lo pasará a las consiguientes Comisiones pertinentes. Luego
el Senado debatirá durante seis meses una prórroga del plazo para expedirse. Y
luego…
Mientras tanto la educación argentina ya colapsó y produce
bachilleres que no saben interpretar un texto simple. Pero nadie acusará a
Caparrós de autoritario.
No caeré en la simplificación de imaginar que el problema de
la educación es nada más que una cuestión de disciplina. Pero si gritaré que
sin disciplina no hay educación posible (como lo vio Kant mismo y recordamos en
el número anterior) y que eso es lo primero (ya que no lo más importante) que
hay que restablecer. Y ya mismo, no después de profundos estudios sobre culpas.
Como todo ha de decirse, no ocultaré mi convicción de que el
gran desorden que es hoy la educación en la argentina permite que se filtren en
el sistema algunos buenos profesores que enseñan la Verdad y sus caminos. Le
tengo miedo a una educación progresista y bien gerenciada
que no permita enseñar nada más que los saberes de la modernidad tardía. El
sistema educativo actual enseña mal lo malo. Cuidado con uno que enseñe muy
bien lo malo).
EPÍLOGO ESCANDINAVO
Caparrós confiesa su perplejidad pero algo sabe con certeza:
lo llenan de furia los sistemas de dominación que no cumplen sus deberes
elementales. El ejemplo más
flagrante es el de un país productor superavitario de alimentos en el que
mueren niños de hambre. Lo que equivale a decir que no le inspiran gran
entusiasmo las formas democráticas que recuperamos hace unos treinta años. No
comparte la certeza de Alfonsín de que con la democracia se come, se estudia,
se vive.
Tampoco le entusiasman el “segurismo” y el “honestismo” (sic), es decir las
corrientes de opinión que ponen el acento en la seguridad y en la honestidad
como deberes fundamentales de un gobierno.
Lo que está mucho menos claro es —como decimos más arriba—
qué demonios es lo que aprecia en esta etapa de su vida.
Lo que le gustaba en los setenta ya lo sabemos: la
revolución, la madre de todas las batallas y de los nuevos tiempos que iban a
venir. Inexorablemente, porque así estaba escrito en la Historia.
Luego vino la realidad a patear el tablero y voló por los
aires el socialismo real. La contratapa del libro nos informa que el autor “se rehúsa a aceptar, como únicas
posibilidades de nuestro futuro, la resignación o la farsa”.
Bien, entonces ¿por qué todos estos nostálgicos de los
soviets no se hacen socialdemócratas de la variante escandinava? Allí tienen la mejor concreción de los
ideales progresistas y revolucionarios que se haya dado hasta ahora en este
mundo sublunar. Si es cuestión de que los chicos no mueran de hambre, delo por
hecho. Si se trata de que se de educación óptima y asistencia sanitaria de
primera, allí lo tienen. ¿El más riguroso abanico de salarios, con menor
distancia entre el más alto y el más bajo? El de Escandinavia, mucho más que el
de la U.R.S.S. Licencias por paternidad, escasa corrupción, etcétera, etcétera.
¿No es el paraíso en la tierra, la gente se suicida? Bueno, no pida tanto Caparrós,
pero compárelo con los sistemas comunistas y después me dice. Si se trata de
alimentar niños y mejorar ingresos ¡Escandinavia! Claro, usted sospecha que
para lograr eso no basta con ser progresista y social demócrata… ¡hay que ser
sueco!, o noruego o dinamarqués.
También está la cuestión de la poesía. La revolución es un
ideal épico. Llena el alma cuando la religión se ha ido. Los suecos, en cambio,
son espantosamente aburridos. No se puede apostar la vida a un sistema que de
tan ordenado y organizado da asco.
Está bien, puede ser, pero me asombra que usted no considere
siquiera el modelo escandinavo a la hora de evitar la resignación o la
farsa. El utopismo
es una enfermedad crónica de pronóstico reservado.
NUMERUS STULTORUM
Desde hace muchos siglos sabemos que el número de los tontos
“infinitus est”. Y para que no lo olvidemos se lo dijo el
bachiller Sansón Carrasco nada menos que a nuestro señor Don Quijote de la
Mancha.
Pero también el sentido común nos dice que el número de
tonterías no es ni remotamente tan ancho y que esa es la razón por la cual les
cuenta tanto a los tontos inventar nuevas tonterías y se repiten sin límite y
sin tasa.
Vean sino este caso: en el año del Señor 1931 un impar escritor italiano,
Giovanni Papini, publicó un libro extraordinario que no me canso de
recomendar: “Gog”.
El título del libro es el nombre de un personaje al que se pinta como
asombrosamente rico, hastiado de un mundo que ha recorrido de cabo a rabo y en
el que no ha encontrado otra cosa que extravagancias, maldades y necedad y nada
de sabiduría. El libro está compuesto de capítulos cada uno de los cuales
relata una de estas aventuras y de
los que las encarnan.
Una de ellas es la de un músico boliviano con la cara “tallada a cuchillo” que viene a ofrecerle
algo que describe como “la música del
silencio”. Gog accede a oírla y el boliviano
llega a la mansión del ricacho con su número. Que consiste en una orquesta de
maniquíes “de ojos vidriosos” que
empuñan los instrumentos comunes de viento, cuerda y percusión. Durante una
hora, el boliviano mima, en el podio, los movimientos de un director de
orquesta sin obtener, claro, otra cosa que silencio.
Al terminar el “concierto” Gog,
irritado, paga al boliviano la suma convenida y no quiere saber nada más de
música. No hay necesidad de decir que, con ironía, Papini
muestra en este (y otros) ejemplos
el extravío que ya en la década del ‘30 sufrían las artes plásticas, la
literatura y la música. El reemplazo del talento por la audacia y de la crítica
por la mafia de los marchand y otros negociantes del arte. Pero sobre todo la
quiebra del sentido común en el público,que es en
última instancia lo que puede explicar la proliferación de artistas sin arte,
pintores sin tema, músicos sin notas.
Ahora viene lo curioso. Ochenta años después de Gog la vida imita al arte. Y el necio boliviano de la
música sin música encuentra un imitador y una cohorte de “admiradores” que
jalean su versión de la orquesta muda. En el suplemento ADN de “La Nación” del 24
de agosto pasado un entusiasta James Pritchett nos
habla de “La(s) pieza(s) silente(s)”
de John Cage. No es boliviano sino inglés, pero es
autor de una pieza “para piano”
titulada “0’0’ (4’33’ Nº 2)” cuyo
estreno se relata así: “El virtuoso
pianista David Tudor se sentó al
piano, abrió la tapa del teclado y se quedó en silencio durante treinta
segundos. Después cerró la tapa. La volvió a abrir y se quedó sentado en
silencio nuevamente durante dos minutos y veintitrés segundos. Luego cerró y
reabrió la tapa del teclado una vez más y esta vez se quedó en silencio un
minuto y cuarenta segundos. Después cerró la tapa y se fue del escenario”.
Se comprenderá que aquí hay un solo imbécil sin redención
que es el que pagó una entrada para ver (que no oír) “eso”. El “compositor” y el
organizador del concierto silencioso pueden aducir en su defensa que es una
forma indolora de sacarles la plata a los burgueses. El que paga millones por
un tiburón en formol o por un mingitorio, por lo menos se lleva algo a su casa,
algo que —con las complicidades pertinentes— puede vender con
ganancia. Pero el que paga una entrada a este triste “concierto” no se lleva
otra cosa que la sospecha de que le han tomado el pelo.
Como hemos visto, en este caso no tiene ni siquiera la
excusa de la novedad. En 1931
Giovanni Papini había adivinado que llegaría un día
en que, cultura mediante, se pagaría por sacar patente de idiota.
OTRA VEZ SOPA
Si, la verdad es que yo también estoy aburrido de Vargas
Llosa. Pero la calle está dura y las cosas dignas de comentario no son tan
infinitas como los tontos.
El 5 de agosto pasado “La
Nación” publicó un artículo del premio Nobel peruano cuyo título —“Bajo el signo de la
diversión”— anunciaba su parentesco con el libro que comentamos en
estas páginas. En efecto, el artículo es una síntesis de los argumentos del
libro. Por eso no vamos a repetir la glosa y crítica que en su momento hicimos.
Pero hay un tema que está en ambos contextos y que merece un
análisis.
Se recordará que la tesis central del libro es que Occidente
apostó todo a la ciencia pero un día descubrió que en ella faltaban los temas
esenciales del hombre, sobre todo los que podrían fundar una ética. Se derivó
entonces a la cultura el papel que se quitaba a la religión. La gran
literatura, el gran arte, proveerían a la humanidad las pautas de comportamiento necesarias
para la convivencia humana.
El siglo XX se encargó de disipar esas ilusiones. La cultura
se democratizó, es decir se masificó y quedó prendida en los hilos de
superficialidad de los medios de difusión. Eso es lo que Vargas llama “el signo de la diversión”.
Pero este peruano parlanchín hay cosas que no entendió. Del
planteo antedicho saca como conclusión “el
eclipse de los intelectuales”. Y no hay tal cosa. En todas las sociedades
hay y habrá intelectuales, los hombres que trabajan con la palabra y tratan de
dar un sentido a la vida. En unas sociedades serán los brujos de la tribu, en
otras los sacerdotes, los escritores, etc.
Pero una sociedad no puede vivir sin ellos.
En Occidente la clase sacerdotal católica fue reemplazada
por una clase de autodenominados filósofos —los iluministas del siglo
XVIII— que en el XIX se convirtieron en los grandes “clercs” de la literatura, de Hugo a
Tolstoi, de Dickens a Zola. Enseñaban a vivir contando historias. En el XX no se eclipsaron para nada: se
transformaron. Crecieron prodigiosamente en número a través del desarrollo
también prodigioso de dos sistemas: el de los medios de difusión y el de enseñanza, que proliferó como una planta
tropical.
Profesores y periodistas son simplemente la cara actual de
la clase de los intelectuales y lejos de haberse eclipsado constituyen uno de
los argumentos centrales de este tiempo. Ellos difunden la religión progresista
centrada en los derechos humanos.
Gramsci trasladó la batalla de la izquierda al
terreno de la cultura porque percibió ese crecimiento exponencial de los
intelectuales que pronto no iban a necesitar ni de los proletariados europeos
(como Marx) ni de las masas campesinas del tercer mundo (como Lenín). Ahora los intelectuales tenían peso propio y
podrían penetrar en la última usina de intelectuales que se les escapaba: la
Iglesia Católica. No se privaron de
hacerlo. Profesores de fe declinante invadieron los seminarios que se
convirtieron en los semi-asnarios
que criticaba el Padre Castellani. Y así en todo. Dominando
la cabeza dominan el cuerpo de las sociedades.
Y ALGO MÁS
Sobre los intelectuales. En el ADN de “La Nación” del 21
de septiembre de 2012 la conocida Alicia Dujovne
Ortiz escribe un artículo sobre el “Elogio
literario de un asesino” que trata de un escritor francés —Richard Millet— que ha escrito un libro en el que toma la
defensa del noruego que hace algo más de un año liquidó a 77 adolescentes en
una localidad cercana a Oslo.
Pero no es de este caso del que quiero hablar sino de un
párrafo en el que la señorita Dujovne se pregunta si
el autor del libro es nazi. Y escribe: “Difícil
definirse, puesto que Millet vuelve al tema de la
decadencia de Occidente caro a los nazis; porque busca un chivo expiatorio
igual que ellos y porque echa pestes contra el multiculturalismo de las
sociedades occidentales”.
Bueno, es verdad que fue uno de los nuestros —Spengler— el que inventó eso de la decadencia, pero
después han sido legión los que desarrollaron la idea. Sin ir más lejos, la
tesis de Vargas Llosa sobre la sociedad del espectáculo bien podría pasar por
su última versión. Para no hablar de las “modernidades líquidas” o del
“pensamiento débil” y aun de muchos posmodernistas.
En cuanto a “chivos emisarios” le juro Alicia que lo que
jamás imaginamos nosotros, los nazis, es que ese papel lo íbamos a representar…
¡nosotros! Desde hace sesenta y tantos años servimos para que la zurda
leninista esconda sus crímenes detrás de los nuestros. No hay derecho.
Pero sobre todo hay algo que corregir en su descripción: las
pestes que echamos contra Occidente no son contra su supuesto multiculturalismo
sino contra todo lo contrario: su férrea unidad cultural que impone un cada vez
más cerrado credo. Un credo hecho de
derechos humanos, de “progresismo”, de lo políticamente correcto, de la
demonización de la represión y la discriminación. En política, el lenguaje
único que hace que derechas e izquierdas sean cada día más idénticas.
En España cambió uno de izquierda por uno de derecha y en
Francia uno de derecha por uno de izquierda. ¿Se notó alguna diferencia? En
Italia las fuerzas del mercado intervinieron el gobierno político y todo el
mundo lo aceptó como un sinceramiento de la realidad. ¿Multiculturalismo? ¡Dios
lo quisiera!
¿ Y YO QUÉ DIJE?
Después de escrita la notícula
sobre Cage y su música del silencio leo en “Clarín” del 17 de septiembre de 212 una
asombrosa nota que informa sobre un estudio hecho por el Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de España y publicado en Scientif Records. Según este estudio
“las canciones modernas son cada vez más parecidas, repetitivas y monótonas”.
Después de analizar casi medio millón de obras musicales contemporáneas la
conclusión unánime fue que cada vez la música popular tiende a repetirse más. Además,
“otra de las tendencias que surgen del
estudio es el aumento paulatino del volumen al que se graban las canciones”.
Nada muy distinto de lo que opinamos los viejos sometidos a
la dictadura de los jóvenes que se
casan y nos obligan a escuchar un concierto de rock en un tono apto para destruir los tímpanos de cualquiera. Pero
esta vez la conclusión viene
avalada por el prestigio de la ciencia. Si uno se siente con ánimo
apocalíptico y conspirativo imagina que hay una voluntad, tras esos detalles,
deseosa de idiotizar a la juventud, de envolverla en una atmósfera irracional y
orgiástica y dejarla indefensa frente a los impulsos instintivos.
Si tal conspiración no existe, ha de reconocerse que todo
sucede “como si” existiera. Porque lo que nadie puede negar es que el tipo de
música estruendosa y simplista en la que el acompañamiento se ha comido la
melodía, ha invadido la sociedad en una escala imposible de imaginar hace medo
siglo. No son sólo los walkman o los celulares que conectan las
veinticuatro horas del día al oyente con la fábrica de canciones. Son también
las decenas de intérpretes que ofrecen semana tras semana sus conciertos,
auxiliados por la tecnología, que se identifican fácilmente como una liturgia
de la modernidad. Si —como parece se hace en las “raves”— se le agrega la droga, ya tenemos montado un culto. Mejor
no preguntar quién es el sujeto de ese culto. En el mejor (o el peor) de los
casos, se entienden las obras del boliviano de Papini
y del inglés Cage como la única evolución posible en
una música insignificante como tal.
EL DÍA DE HOY
He intentado en esta entrega de mi Testigo mostrar una de
las facetas de la realidad actual. La clase dirigente cultural y su religión
que Aron calificó muy atinadamente como “el
opio de los intelectuales”. Pero cuando Aron escribía —poco después
del fin de la Segunda Guerra— todavía el marxismo conservaba buena parte
de su prestigio, que se debía tanto a los libros del hebreo de Tréveris como a la
imagen de los soldados rusos colgando una bandera roja en las ruinas del Reichstag. Ya no es el caso. La Unión
Soviética se hundió, el marxismo perdió su aura, la cultura occidental se
frivolizó (ver Vargas Llosa), el discurso de la clase dirigente tuvo que apelar
cada vez más a la men tira para mantener en vigor la
versión políticamente correcta de la Historia.
Al día de hoy vivimos como los sobrevivientes de una
catástrofe. Comiendo cadáveres, como los del avión uruguayo. Es decir viviendo de los viejos
prestigios artísticos y literarios que han perdido continuidad. No hay nadie triunfante y las guerras
del siglo XXI se parecen a esas pesadillas en las que todo el mundo se
empantana y no puede avanzar.
Lector amigo, roguemos juntos para que estas no sean otra
cosa que divagaciones de un viejo que confunde su propio crepúsculo con el del
mundo. Yo me temo que no es así y que conviene preparar el alma para
tiempos duros. Muy duros.
Aníbal D’ángelo
Rodríguez
5 comentarios:
Excelente pintura de la realidad, señor Anibal. Gracias
Gracias Don Anibal...
JPB
Excelente. Sigan publicando on-line los comentarios de Don Anibal.
Mariana Alvarez Gaiani
Un grande de verdad. Un gran placer leerlo y agregarle una pátina de ironía inteligente a la pesadilla que nos toca en suerte...
Un gran abrazo!
R.M
DONDE PUEDO ENCONTRAR LOS NUMEROS VIEJOS DE LA REVISTA? GRACIAS
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