domingo, 30 de diciembre de 2012

Sermones y homilías


DOMINGO DE LA
INFRAOCTAVA DE NAVIDAD


Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

Estamos ante el misterio de la Profecía de Simeón. Misterio venerable, dice Bourdaloue, en que descubrirnos lo que encierra nuestra religión, no sólo de más sublime y divino, sino de más edificante y tierno: un hombre Dios ofrecido a Dios; el Santo de los santos consagrado al Señor; el sumo Sacerdote de la Nueva Alianza en un estado de víctima; redimido el mismo Redentor del mundo; una Virgen purificada; y una Madre, en fin, inmolando a su Hijo... ¡Qué prodigios en el orden de la gracia!

El misterio de la Profecía de Simeón está estrechamente ligado, en un solo cuerpo de narración, con los de la Presentación de Jesús y la Purificación de María que se conmemoran el día dos de febrero.

Este sería un texto inagotable de enseñanza y de admiración; consideremos solamente sus puntos principales.

¡Qué retrato el de ese santo anciano Simeón! Cada palabra es una pincelada. Era un hombre justo, expresión que no tanto refleja una virtud como la fusión de todas las virtudes naturales y sobrenaturales en perfecta conciliación. Este carácter general de la virtud de Simeón está admirablemente realzado por el rasgo que viene en seguida: en medio de tan perfecto mérito era timorato.

El que había encanecido en la justicia, había granjeado bien, al parecer, el derecho de hacérsela a sí mismo, y descansar al fin de su carrera en la confianza de que iba a recibir su galardón. Pero no; tenía esa cualidad que sólo parece convenir a los que comienzan a recorrerla: era timorato.

¡Qué delicadeza y qué pureza de conciencia no revela este rasgo! Era justo y timorato... Y esperaba el consuelo de Israel. ¿Qué hacia tan tarde en la vida? Esperaba; esperaba al Redentor; esta era su ocupación, su profesión, su razón de ser, su misma vida... Era un expectante de Jesucristo.

Cierto, no era él solo el que esperaba; toda su nación, todo el Oriente, todo el mundo romano aguardaba en aquella época al que, diez y ocho siglos antes habían los Patriarcas llamado la Expectación de las Naciones; pero lo aguardaba con otro espíritu, con el espíritu de Abraham, de Isaac y de Jacob; con el espíritu de Job y de Moisés; con el espíritu de los Profetas y de todos los Santos de la Antigua Ley; con el espíritu, en fin, que hacia decir al mismo Redentor, objeto de esta grande expectación: En verdad os digo, que muchos Profetas y Justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.

Todo ese espíritu de los Justos de la antigua Ley había pasado al Santo anciano; era su venerable personificación. Esto es lo que vemos confirmado por este nuevo rasgo, y el Espíritu Santo estaba en él. Juzgad por aquí de las santas disposiciones de su alma.

Por eso era justo y timorato, y esperaba el consuelo de Israel, ligado a la vida por sola esta esperanza, desprendido de todo lo demás, y haciéndose más y más digno de este divino Objeto de sus deseos, hasta ser él mismo, en el templo, como otro templo santificado por la presencia continua del Espíritu Santo.


Pero en fin, ¿le será concedida esta gran dicha? ¿Será más afortunado que sus padres que no vieron al Deseado de las colinas eternas más que en espíritu o esperanza; más que Job, quien decía: Creo que mi Redentor está vivo, y que en el día postrero me levantaré de la tierra, y seré nuevamente vestido de mi piel, y le veré en mi carne?

Llegado al último confín de los tiempos antiguos, ¿le será dado ver la aurora de los tiempos nuevos, ser el último y el primero, el último de la Ley de Moisés, el primero de la Ley de la gracia de Jesucristo; Judío por su religión, Cristiano por su amor y su gratitud?

Sí, porque el Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte, sin haber antes visto al Cristo del Señor; y la muerte cedía en su favor el paso al que era la Vida.

Con esta confianza, pero ignorando el afortunado instante en que se realizaría, movido de un Santo presentimiento, viene al templo cuando el padre y la madre de Jesús le llevaban a Él. Y al punto, de una ojeada infalible, reconoce en este Niño al Salvador del mundo; y con un movimiento rápido como el amor, le toma él mismo en sus brazos, y apretándole sobre su corazón, dice mirando al cielo, ese Nunc dimittis servum tuum, Domine, que tantos labios repetirán después como la suprema expresión de la satisfacción del alma.

Ahora, Señor, deja morir en paz a tu siervo, porque vieron mis ojos al Salvador que Tú nos has dado. Como yo no hacía otra cosa que esperar esta alegría, ya no tengo por qué vivir, ahora que la he gustado, ahora que todo es nada para mí en su comparación, y que la muerte no hará más sino envolverme en ella y sellarla para siempre en mi corazón. Incluso tengo prisa de huir de todo cuanto pudiera hacérmela perder, y de ir cuanto antes a llevar su Evangelio a mis padres, a hacerles saltar de júbilo con la venida de ese Salvador en cuya esperanza se durmieron, que vendrá en breve Él mismo a despertarlos, y cuyo feliz precursor voy a ser para ellos: sí, ahora, Señor, deja morir en paz a vuestro siervo.

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Tal es la maravillosa figura de Simeón; y de la boca de este Santo Patriarca va a salir la profecía de las grandezas de Jesús y de su divina Madre. Admiremos la economía constante de Dios en orden a María y a Jesús, que es la que usa con todos los cristianos. María y Jesús, en el misterio de la Purificación y de la Presentación, buscan la oscuridad y la humillación, y encuentran el esplendor y la gloria.

Sus propias humillaciones los elevan. María, Virgen, sacrifica su reputación de Virginidad; Madre, sacrifica su Hijo, y he ahí que, por un encuentro providencial, ese Hijo, levantado en brazos de Simeón, es proclamado Salvador del mundo, y María también, restablecida y conservada en la gloria de su divina Maternidad, que había querido ocultar con el velo de la condición más humillante, es, además, declarada solemnemente Coadjutora de nuestra Redención.

Esto resulta de la profecía de Simeón. En la parte primera de esta profecía, es Jesús proclamado Salvador del mundo, y ¡con qué arrebato!, ¡con qué brillo!: Mis ojos vieron al Salvador, que nos has dado. Y puesto a la vista de todos los pueblos, la luz que ha de alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Estas palabras lo dicen todo, iluminan completamente el horizonte del Cristianismo y descubren sus más lejanas profundidades. En presencia de semejante profecía, la incredulidad no tiene excusa razonable.

El Evangelio añade: Y el padre y la madre de Jesús se maravillaban de las cosas que se decían de él. ¡Admiremos la admiración de María! Notemos que todas estas relaciones están hechas por Ella misma, única por quien San Lucas las supo... ¡Guardémonos, pues, de creer que esa admiración fuese una admiración de sorpresa, por parte de la que había recibido ya los homenajes del Ángel, de Isabel, de los Pastores y de los Magos, y había también cantado en el Magníficat que todas las generaciones la llamarían Bienaventurada!

Es preciso juntar esta admiración con lo que en otro lugar se dice, que María conservaba todo lo que sabía de su Hijo y lo repasaba en su Corazón. Porque la admiración de que se habla en este misterio, no es una admiración pasajera, sino una admiración estable y permanente que servía de alimento continúo a su espíritu.

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Pero Dios no será vencido en este combate entre la humildad de María y la gloria con que la persigue. He aquí, en efecto, que Simeón los bendijo... ¿A quiénes bendijo? Al padre y a la madre de Jesús. Pero luego dice a María su Madre... A María sola dirige Simeón la segunda parte de su profecía...

¿Por qué así? ¿Por qué no continúa hablando al padre y a la madre de Jesús, o incluso al padre solo, como cabeza y representante del destino de Jesús? Porque con ello es directamente manifestada la divina Maternidad de María, declarada ya por la proclamación de la divinidad del Salvador.

Pero había otra razón para dirigirse a María, razón que añade una nueva gloria a la de su Maternidad: la gloria de Corredentora del mundo con Jesucristo; esa gloria que tanto es negada hoy en día y que tanto se nos echa en cara le atribuyamos. Con esta intención se dirige Simeón a María solamente y le dice: He aquí este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel y como blanco de la contradicción, y aun tu misma alma será atravesada de una espada, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Después de todas las otras profecías, esta debe causar una impresión profunda. Predecir la gloria y el reino eterno de Cristo en el mundo, es una profecía ciertamente maravillosa; mas predecir que este imperio de Cristo será atacado siempre, que será el carácter de su destino el ser siempre controvertido, siempre discutido, y ser la gran señal de contradicción entre los hombres, para su pérdida o su salvación..., ¡he allí lo que causa admiración! El cumplimiento de esta profecía es tan manifiesto como prodigioso. Comienza en el mismo nacimiento de Jesucristo. Le vemos rechazado en Belén y reducido a la morada de animales, pero celebrado por Ángeles y adorado por los Pastores. Le vemos buscado por los Magos que vienen de lejos a adorarle, mas perseguido por la espada de Herodes, y obligado a huir lejos para evitarla....

Todo el resto de su vida es un puro encadenamiento de las mismas vicisitudes: es siempre el blanco de la contradicción de los judíos, de sus cuestiones, de sus alternativas de alabanza y anatema, desde el Hosanna hasta el Crucifige...

¿Hasta cuándo nos has de tener suspensos? le dicen... Si eres Cristo, dínoslo claramente... ¡Cuántos otros han estado desde entonces suspensos, relativamente al que es el objeto de dudas para muchos!

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Esta es la causa de que Jesucristo esté puesto para la ruina y la resurrección de muchos; porque prueba las almas, y las pone en el trance de declararse en pro o en contra de la Verdad, para que se revelen los pensamientos de muchos corazones. No podía ser ocasión de mérito y resurrección para los que le reciben, sin serlo de crimen y ruina para los que le repelen....

¡Cuántos hay que al parecer no creen en Jesucristo y, sin embargo, confiesan la verdad de esta sentencia y la divinidad de su autor por el odio que la profesan! Porque no le aborrecen sin motivo. Y ¿por qué le aborrecen, sino porque la luz vino al mundo, y aman más las tinieblas que la luz, porque todo aquel que obra mal aborrece la luz y no se acerca a la luz para que no sean reprendidas sus obras?

Esta es la razón de que sea Cristo discutido; a saber, que Él también discute las almas. En este sentido, el blasfemo le confiesa tanto como el que le adora; y como es siempre materia de blasfemia o de adoración, siempre es confesado en el mundo; siempre está puesto para la ruina o la resurrección de muchos, sin que esta discusión eterna pueda inferirle menoscabo, sino, todo lo contrario, confirmarle.

¿Qué materia de discusión, qué señal de contradicción no fue Jesucristo? ¿Qué combates, qué choques no se han dado sobre Él? ¿Qué de martillos no se han roto sobre ese yunque? Sobre Él ha sido rehecho el mundo, sobre Él hemos sido forjados, y no ha cesado de ser batido por los mismos que han salido de esta gran discusión. La lucha no ha cesado con el triunfo...; continúa para que Él sea eterno. Debajo de mil formas que se mudan, constituye el fondo de todas las contradicciones que dividen a los hombres, de todas las revoluciones que los agitan.

Ayer, hoy, mañana, esta es siempre la cuestión del día; cuestión de las sociedades, cuestión de las almas, cuestión que subleva las masas, cuestión que hace pensar a los individuos... Este destino de Jesucristo es, en sí considerado, un prodigio sin igual. Pero lo que levanta prodigio sobre prodigio, lo que es absolutamente divino, lo que da a la incredulidad el carácter de pasmosamente insensible o de frenéticamente ciega, es que esto haya sido predicho desde la primera hora del Cristianismo; que su predicción la hiciera el anciano Simeón acerca de Jesús Niño, en los términos más expresos y solemnes, y que todas las contradicciones de que Jesucristo es el blanco y los hombres actores que se suceden, no han sido nunca ni serán jamás sino el perenne y diario cumplimiento de esta asombrosa profecía: he aquí que este ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de la contradicción.

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Y ahora, lo soberanamente glorioso para María, es que esta profecía concierne a Ella sola en unión con su Hijo, y la presenta como su copartícipe y coadjutora en ese gran carácter de blanco de la contradicción de los hombres, y de estar puesto para su ruina o resurrección.

Solamente queda el Niño Jesús y María su Madre, y a sola esta se dice: Este ha sido puesto...

Y ¿por qué a María sola? Porque María está implicada en la profecía, porque está en ella identificada con su Hijo. En efecto, después de haber dicho: Este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de contradicción, Simeón añade al punto: Y tu propia alma será atravesada de una espada. La conjunción y, que une a María con Jesús en esta profecía tiene de tal modo ese valor que tiene por equivalente esta otra: hasta tal punto que... Es decir, que Jesús debe ser blanco de la contradicción a tal extremo que el alma de la misma María será traspasada con la misma espada que a Él atravesará. Y el fin de la profecía: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones, confirma en el más alto grado esta gloriosa asociación, porque es claro que estas palabras se refieren a todas las precedentes y envuelven así a María en el mismo destino que a Jesús, de revelar lo interior de los corazones y probarlos.

Este destino se consumó principalmente en la grande inmolación del Calvario; este fue el paradero de todas las contradicciones anteriores de la vida mortal de Jesús; y este sacrificio, este Jesús crucificado, escándalo para los Judíos y locura para los Gentiles, ha permanecido siendo la gran señal de contradicción que ha quedado entre los hombres, y ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para su ruina o resurrección. De manera que esa Espada de que se habla en la profecía es, a no dudarlo, la pasión y muerte del Salvador, a la que estuvo María tan asociada, que las mismas saetas, que a Él atravesaron, traspasaron su alma.

Es imposible no unir en nuestro Culto a Jesús a la que hasta ese punto le estuvo unida en nuestra Redención. Es imposible separar lo que unió Dios en la vida y en la muerte para el mismo fin general: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones. Y esta asociación no se limitó a la vida y muerte de Jesús. María, justificación admirable de la profecía, no ha cesado jamás de ser compañera de las contradicciones de su Hijo a la faz de todos los pueblos y en toda la sucesión de los siglos.

Todas las herejías que han traspasado al Hijo han atravesado a la Madre; y nunca se los ha separado en la afirmación o en la negación, en el culto o en la blasfemia. Este es un hecho tan cierto como claramente predicho.

Esta profecía está acorde con este rasgo singularmente glorioso para María, a saber: hablando de las glorias y dolores de Jesús, la presenta como asociada más particularmente a sus dolores. Nos la muestra en el Calvario y no en el Thabor... Y es que, para las almas grandes, el Thabor está en el Calvario... Expresión sublime, que sólo las grandes almas comprenderán...

Porque Dios dispuso que San Simeón predijese a la Santísima Virgen esa espada de dolor, al mismo tiempo que publicaba la grandeza y la gloria de su Hijo, para darnos a entender que todas las grandes gracias que hace en este mundo a sus escogidos terminan en padecer. Cuanto más aumenta las luces de los Santos, cuanto más los llena de amor, tanto más sensibles los hace a las injurias de Dios y a los desórdenes del mundo. No los eleva en cierto modo en este mundo sino para hacerlos pedazos.

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Acabemos nuestra meditación con una observación: el silencio de la Virgen Santísima en medio de todo ese concierto de alabanzas y profecías concernientes a su Hijo y a ella misma. Todo habla a su alrededor... Sólo Ella calla... Hemos ya admirado este silencio... Pero ¡cuánto sube de punto la sublimidad de este silencio, cuando la profecía encarándose con María sola, no le anuncia alegrías y glorias, sino que hace relumbrar por primera vez a sus ojos la espada de dolor que esas mismas glorias y alegrías solo harán más aguda y centellante!

Y en situación semejante, María calla... No pide una palabra de aclaración; recibe los avisos de la Providencia en la medida y el estado en que place a Dios notificárselos, sin tratar de deslindarlos ni anticipar su curso. Tranquila, resignada y sublime en la expectación, como lo estará en el suceso, hasta el punto de parecer insensible a puro querer tan sólo lo que Dios quiere...

Nos dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su Corazón. Admiremos. Conservemos. Meditemos. Porque el signo de contradicción está erigido hoy más que nunca...

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