sábado, 29 de diciembre de 2012

Nacionales

DERECHOS CASI HUMANOS
  
  
Aunque la realidad indica que se trataría de una búsqueda incierta, igual —nos dicen algunos— sería posible, por lo menos teóricamente posible, encontrar en alguno de los K, conductas o actitudes propias de los hombres comunes. Por qué no pensar, insisten los antropólogos más audaces, que habrá por ahí, semioculto en los sumideros, un ser benévolo y justo, o una persona misericordiosa y afable que, por obra y gracia de la mayor contradicción posea alguno de esos dones y al mismo tiempo se diga K.
  
Andábamos entrampados en esas cuestiones, cuando llegó en auxilio nuestro, Aníbal, el exégeta del espanto K, quién en la radio admitió que “ellos (los K) no eran hombres comunes”. Ahora bien, la tremebunda confesión ratifica alguna de nuestras peores sospechas. Porque, si no son hombres comunes, ¿qué son?
  
Repasamos y rastreamos en el pasado en busca de respuestas a esa cuestión absurda y en esa búsqueda tuvimos que llegar lejos, tanto como para toparnos con el viejo Ovidio. Porque es él quien cuenta acerca del minotauro, que en cierto modo es lo que más se aproxima a un K. Dice la mitología que el minotauro fue engendrado como consecuencia de una venganza atroz. Se trataría nada menos que del hijo de una reina y un toro blanco, un ser brutal, violento y despiadado, mitad hombre y cabeza de bestia, que además se alimenta de carne humana.
  
No sería exagerado pensar que estos tipos que se dicen a-normales sean, de alguna manera, los descendientes de aquel minotauro. Viéndolos actuar sería peliagudo diferenciarlos del mítico monstruo, porque lo que hacen los K no es menos atroz, que aquellas “hazañas” que relataba Ovidio.
  
Tanto avanzaron, tan suya han hecho la infamia, que ya no se molestan en esconderla. Por el contrario, profesan un cinismo ostentoso, de modo tal que los mismos que destruyeron las instituciones, hablan de la buena salud de la república; los que mienten a destajo y engañan y falsifican todo, esos, a la vez, hablan de verdad y memoria; los que saqueando y robando al país acumulan fortunas, hablan de honestidad y de redistribución…
  
Si hasta en aquel dato, levemente monstruoso, de alimentarse de carne humana, se revelan malignas coincidencias. Si no fuera así, cómo se entendería la venganza despiadada contra tantos militares que enferman y mueren en las cárceles sin asistencia médica. Es inocultable, allá van los K en busca de la libra de carne, la misma libra que exigía el Mercader de Venecia a su deudor Antonio. En esa línea, el mercader Shylock confesaba “le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía, porque presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la usura en Venecia”.
  
Es clara la simetría con los argumentos que usaron los K en Santa Cruz para instrumentar su odio y enriquecerse, exactamente como el judío de la obra de Shakespeare. Los años del sur pasaron; esos argumentos, temo que no.
  
Shakespeare retrata a Shylock como un “un diablo cruel” que se niega a la clemencia; clemencia que a lo largo del drama, le piden de mil maneras distintas y a todas rechaza. Entonces el gran inglés señala con acierto que: “el poder terrestre se aproxima, tanto como es posible, al poder de Dios, cuando la clemencia atempera la justicia”.
  
Volviendo a  la mitología, cuentan que el monstruo, que despreciaba la misericordia, se hizo cada día más perverso y más incontrolable, hasta que llegó a Creta el joven Teseo que penetró en el laberinto donde vivía el minotauro y lo mató con su espada.
  
Me aseguran que la espada del bravo Teseo, no se ha movido de la lejana Creta, y hasta es mejor que así sea, porque el juez Torre lo metería preso por atentar contra los derechos casi humanos de los minotauros.
  
De cualquier manera ,en este caso, la solución, si es que con ayuda de Dios la encontramos, dependerá de nosotros, y poco tendría que ver con la espada, o con la prudencia. Si nos guiamos por aquella enigmática frase que Tolkien pone en boca de Gandalf: “La prudencia aconsejaría reforzar las defensas y esperar el ataque. Yo no aconsejo la prudencia. Dije que la victoria no podía ser conquistada por las armas. Confío aún en la victoria, ya no en las armas”.
  
Miguel de Lorenzo
  

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