sábado, 10 de noviembre de 2018

ESI: nuevos aportes


VUELVA COMO SE FUE

Cuando lo conocí a “Marquitos” yo era muy joven (sólo ahora me doy cuenta), y él ya era un personaje plenamente instalado en el mundo del Nacionalismo Católico. Era dos cosas el susodicho, si de abreviar se trata. Un hombre de cuidado, por su temeridad proverbial; y uno de esos varones en los cuales la anécdota suple a la biografía. Porque hay casos en los cuales las leyendas oralmente transmitidas desdeñan a sabiendas cualquier noticia escrita que pudieran aportar los documentos.

Sin un tercer dato, la etopeya de Marquitos –que sólo en diminutivo se nos permitía llamarlo‒ quedaría irremisiblemente incompleta. El hombre era “tomista” de estricta observancia; y aunque no parecía ni lector ni amigo de Borges, es casi seguro que a él le sopló al oído aquel fragmento de su Soneto al vino, que así dice: “El vino fluye rojo a lo largo de las generaciones, como el río del tiempo; y en el arduo camino nos prodiga su música, su fuego y sus leones”. Sobre todo en este caso, los dos últimos atributos.

Marquitos era Marcos Gigena Ibarguren. Patronímicos y gentilicios competían en su nombre por darle lustre legítimamente patricio. Por eso mismo no necesitaba hacer ostentación alguna. Era una heráldica viva.

En una de sus tertulias etílicas ‒que eran todas‒, Don Marcos contó este episodio que –clarete más o tinto menos‒ decía lo siguiente. Cuando tenía trece años –y tuvo que haber sido comenzando la década del cuarenta del siglo XX‒ su padre le obsequió dos entradas para ir, junto con su hermanita, a ver una película en “la matiné”; esto era entonces, recién pasado el mediodía. El riesgo físico o moral que tal paseo podría significar en el Buenos Aires antañón de otrora, resultaba menor, para que se entienda el contexto, al peligro que pudiera correr hoy Leónidas pertrechado con sus Trescientos, si saliera a comprarse una confitura a la vuelta de su casa.

Sucedió entonces que, el padre de nuestro protagonista, tras haberle asignado la ropa adecuada que debería ponerse y colocado algún peso en las faltriqueras, lo toma con sobreactuada fuerza de las solapas. Duele. Tanto que lo obliga a erguirse en puntas de pie para amortiguar el forzado izamiento. Y al soltarlo, acomodándole paternalmente el saco, tras una bofetada seca, de lado a lado, lo mira tan fijo como penetrante para decirle con tono intimidatorio: “¡Vuelva como se fue, y cuide a su hermana!”

El cuento no pasaría de su cauce costumbrista, si quien lo contaba no nos hubiera extraído explícitamente la moraleja. Decía Marquitos al terminar el relato, riéndose a dos carrillos: “¡Fue la única clase de educación sexual que recibí en mi vida!”. Y aunque de averías el narrador, no podía evitar un leve sonrojo al pronunciar el horrísono nombre de la materia mentada.

¿Cuáles fueron los contenidos de esa clase hogareña, que han de tener hoy por salvaje, bárbara y cruel los cultores de la degeneración cultural imperante? ¿Cuál fue el estilo con que se impartió en tan solo un instante y que resultó indeleble para el destinatario?

Pues esa lección –lo supiese o no el paterno docente‒ estaba claramente inspirada en los progymnasmatas de la antigua Grecia. Esto es, en aquellos ejercicios retóricos, a través de los cuales los jóvenes se adentraban en el arte de definir, discursear verdades, defender los bienes, comprender lo real y descifrar las alegorías. Catorce tipos de progymnasmatas llegó a catalogar Hermógenes de Tarso, y entre ellos campeaban el proverbio, la confirmación y la acusación.

“Escuche hijo mío esta sentencia que le indico. Dele credibilidad, pues pruebas sobran. Apostrofe a los falsarios; vuélvase apologeta de la verdad. Y sello esta Praeexercitamina –es decir este ejercicio preparatorio‒ con el rigor de mis manos sobre su gorguera porque no soy el gramático Prisciano sino su padre. Aguante sin flojeras esta severa imposición de puños y hágase gaucho, que es más que hombre, como enseñó Don Segundo Sombra”.

Así podríamos descifrar el cómo de esa “única clase” que, para su gloria, recibió Marquitos.

El qué es todavía más relevante y significativo. Y tiene dos momentos complementarios.

“Cuide a su hermana” es una proposición universal, de inequívoco sello caballeresco. La hermana es la niña, la dama, la mujer, a la que se ha de tratar con toda pureza, según enseña San Pablo en la Primera Carta a Timoteo (5, 1). Es la que vive junto a nosotros, “paralela en el tiempo de la flor y la fruta”, al buen decir de Marechal. Es la chiquilla de la que un día nos enteramos que “entró la luna en su aposento”, y que tal misterio es posible porque en su alma y en su cuerpo “están abiertos los balcones para aspirar el aire puro”.

Custodiar a la hermana es un tópico que se repite en toda la historia. Como a la madre o a la huérfana o la viuda –y acaso a la patria‒ carga el varón justo con el deber de velar por estas femineidades arquetípicas, que coronan después en la manifestación esponsalicia. Mucho más arduo aún el desvelo si esa femineidad está en agraz; si “cantado es su verdor, y la niña entre alabanzas amanece”.

El recado primero que le dejó encargado a Marquitos su severo padre, no era sólo singular y específico: vele por su hermana de sangre, patio y cuna. Vele por el fruto de su misma madre, ahora que traspone el umbral de la casa en que jugaron juntos. Se le pedía más. Por eso el afectuoso gesto punitivo, la voz tonante y el cuello recibiendo la presión de las manos: ¡sea un caballero!

Al fin de cuentas, gracias a la pedagogía de Don Quijote, Sancho terminó llamando a su esposa Teresa, hermana mía. Como llamó a la mozuela aquella –en aquel su primer pleito como gobernador de Barataria‒ reconviniéndole fraternalmente que cuidara su cuerpo y su honra más que a su bolsa. Era este mote fraterno, traslaticiamente usado, el eco lejano que llegaba a las costumbres cristianas, de aquella voz inspirada del Líbano que, en el Cantar de los Cantares, al modo de una anáfora, insiste en llamar a la esposa: amada mía, hermana mía, ven.

El segundo momento de la lección paterna dada a Marquitos era genuinamente tomista, sin ironías ni juegos de palabras.  El eterno binomio del exitus-reditus (emanación-retorno), con que el buen Aquinate explica la Historia o aplica a la comprensión de la Trinidad. En muchos pasajes de su obra aparece –no sin antecedentes, claro, en ciertas fuentes antiguas‒ aunque nos viene ahora a la cabeza el Comentario a las Sentencias: exitus a principio et reditus in finem.

Don Marcos cumplía trece años y emprendía su exitus. Su tránsito de la infancia hacia la región jocosa y doliente, áspera y divertida, pero dificilísima siempre, de la adolescencia humana.

Como el del eterno femenino tutelado por el caballero, el tema del viaje es otro tópico, que el buen rétor sabía usar en sus ejercicios. La literatura abunda en ejemplos, y nos quedaríamos cortos citando a Homero, a Virgilio, a Dante, a Chesterton, Saint-Exupéry o Tolkien. O los Relatos de un peregrino ruso, dictados tal vez desde los hondones mismos del Monte Athos.

El viajero cristiano, en un sentido, tiene que volver como se fue: fiel a sus raíces, leal a su cepa, pío ante sus antepasados y devoto frente a sus lares. Y en otro sentido debe volver distinto y mejor, si ha viajado bien y con aplomo. Debe tornar pulido, acerado, ascético, purificado en la travesía, limpio de andares exigentes y templado a  fuerza de tantos  itinerarios escarpados. Cada quien tiene su propio camino de Santiago, aunque no se haga en la geografía sino en el espíritu.

No sabemos si este cuento de Marquitos es verídico, o fruto de un magín bañado en Chivas Regal. Para el caso da lo mismo, porque las consecuencias que de él se derivan son invariables y confortadoras.

Por eso, cuando vemos que hoy se empapelan impúdicamente las calles de la ciudad, las escuelas, las plazas y hasta ciertas parroquias, con cartelones degradantes e infames, en los que el gobierno les dice a los chicos de trece años ‒¡justo a esa edad!‒ que están autorizados legalmente a pecar, a contraconcebir, llegado el caso a abortar, a traicionar su naturaleza y al Autor de la misma que es Dios.

Cuando vemos el frenesí demoníaco puesto por los políticos para que nuestros jovencitos pierdan cuanto antes, ya no la virginidad sino el sentido mismo del Orden Natural, nos asaltan las ganas de ir casa por casa a repetir la didáctica del bofetón preventivo y del doble grito de guerra: Varón, cuide a su hermana y vuelva como se fue. Merecedor de ser llamado caballero.  Mujer: preserve su honra y exíjasela al hombre que va a su lado. Adolescentes de trece años, desoíd las convocatorias verracas de los poderes mundiales, enarbolando el alegre orgullo de proclamarse castos.

Si los hombres y las mujeres vuelven como se fueron y mejor que como se fueron. Si la casa es umbral y pórtico, pero a la vez malecón, muelle, vaguada y puerto de anclaje seguro. Si queda todavía un revés paternal dado a tiempo, y una madraza ejemplar mitigando durezas; entonces habrá esperanzas. Será la tarde y la mañana del Sexto Día. Después será el sosiego de Dios y la salvación de las creaturas.

Antonio Caponnetto

1 comentario:

Josefina dijo...

Magnífico, Antonio. Qué bien hace oir - leer - sobre el tema con las palabras cristianas, sin las porquerías habituals. Gracias.