SAN JUAN
Algunos están señalando culpables, y
los hay. Desde hace largas décadas venimos asistiendo a un proceso inexorable
cuanto cruel, de inmovilización y desmovilización de las Fuerzas Armadas
Argentinas.
No les han ahorrado agravios,
ultrajes, vejámenes, hostilizaciones físicas y espirituales. No se las ha
dejado de injuriar y de presentarlas a las nuevas generaciones como un hato
brutal de genocidas.
La prisión retiene a muchos que
deberían ser tenidos por héroes, y de la libertad hacen gala el grueso de los
enemigos de Dios y de la Patria.
El menosprecio, claro, les ha
ensuciado el alma y es lo más grave. Pero les ha enfermado la materia, que hoy
significa el derrumbe de sus armamentos, y la dolorosa patencia de constatar
nuestra poca valía física.
Tanta, que ante dramas como el del
hundimiento del Submarino San Juan, rogamos el auxilio a los mismos que
asesinaron ayer a los nuestros en la gran batalla del Atlántico Sur. Y no lo
llamamos menoscabo a la soberanía sino solidaridad internacionalista. ¡Cuántas
malditas elipsis van y vienen, sustituyendo a la palabra veraz que defina como
un tajo!
No son exculpables de este drama las
empinadas cúpulas castrenses, cómplices de aquellos precitados enemigos; pero
peor aún: verdugos de sus propios camaradas.
Le entregaron sus fueros, sus
galones, sus heridas, sus años de servicio; y al final los dejaron morir entre
herrumbres, ante el gozo caínico de los cernícalos marxistas.
Mucho menos son exculpables los
políticos, desde un mediano antaño hasta el reciente hogaño. Si sus nombres no
damos es porque todos tienen el mismo y excecrable nombre: democracia.
A otros, que culpas no mentan, se
les ha dado por comparaciones que tienen su asidero. La más certera: tener en
vilo a una sociedad por un desaparecido ficto,que apareció al fin para exhibir
la nadidad crapulosa de su talla de anarquista blasfemo, y que no guarde
proporción alguna ese vivir con el corazón en vilo por los que hasta hoy son
una cuarentena larga de desaparecidos reales y honorables. Subleva tanta
inequidad manifiesta.
No negamos las razones de los unos y
los otros que aquí quedan retratados. Si sirviera para algo, les llegue nuestro
apoyo.
Sálvese no obstante un desacuerdo
que no es de poca monta: la palabra justiciera que castigue a los infames,
cargada de pasión y de vehemencia, no puede ser sinónimo de coprolalia, de exabruptalidad
y de guturalidad.
Esta moda malsana no vuelve más
eficaz nuestra santa ira. La vulgariza y la destina al olvido.
Se preguntaba Hölderlin para qué los
poetas en tiempos de angustia. Ellos –dice el germano‒ son semejantes
a los sacerdotes del dios de las viñas, que en las noches sagradas andan de un
lagar al otro custodiando las semillas y las siembras. Ellos nos sirven de
testigos mientras llegue la hora en que aparezcan muchos héroes, crecidos en la
cuna del bronce. A menudo, un frágil navío no puede contenerlos, pero después
la vida no es sino soñar con ellos. Porque es mejor soñar con los héroes, que
vivir sin ellos y en constante espera.
Sería pertinente recordar estas
enseñanzas a los que ahora no cesan de rezumar rencores, resentimientos y
angustias sin horizontes sobrenaturales. A los que ahora no cesan su verborrea
vacua y huera de todo horizonte sobrenatural y trascendente.
Stella Maris permita que estén
vivos. Pero si los tripulantes del Submarino San Juan han muerto, su sangre no
fue vanamente derramada.
Brotará al unísono, como la voz
imprecante e impetrante de un nuevo Jonás, para espetarle al rostro de la
ciudad apóstata y crepuscular, que no se puede vivir sin héroes y sin santos.
Que no se debe vivir sustituyendo a aquéllos por los paródicos próceres del
espectáculo, y escupiendo a los otros en nombre del secularismo.
Sin duda emergerá del mar esa sangre
inocente para limpiar tanta hediondez política, tanta falsedad histórica, tanto
orgullo nefando por la contranataura; tanto pacifismo budista y tanto veneno
cultural y espiritual desparramado a mansalva.
Si nuestros pastores fueran
católicos; ya mismo, y en comunión con el Pontífice ‒que se supone que aún
recuerda que nació en estos lares y que fue bautizado en la Fe Verdadera‒
deberían repetir sin pérdida de tiempo una antiquísima costumbre de la España
Medieval, que fue costumbre también de otras patrias cristianas.
Ante situaciones como las que
estamos padeciendo se exorcizaba el océano furioso, acción litúrgica que hacían
solemnemente delante de los marinos todos, formados marcialmente cual
peregrinos épicos, recitando precisamente el Prólogo del Evangelio de SAN JUAN.
Y a continuación, esa brava marinería, arrojaba reliquias veneradas a las olas.
A ver si hay un capellán católico e
hispanocriollo en estos lares, que nos convoque a esta acción urgente y urgida.
Allí estaremos entonces. Junto a los familiares, los deudos, los que aguardan
sin arriar la esperanza, y los que ya han anclado la esperanza en la proa
celeste. Allí estaremos, bandera azul y blanca enarbolada, Cruz en alto.
Porque es mejor exorcizar el océano
que confiar en la tecnología de los gringos hipócritas. Y es más eficaz aún que
toda la parafernalia de la tierra, el entonar a coro, junto a los mojones de un
puerto trinitario, las estrofas imbatibles e invictas del Salve Regina.
Antonio Caponnetto