EL TIMO DEL
AMBIENTALISMO
Es un cuadro más o menos repetido
por estos días en toda la vastedad de nuestra pampa agrícola: cuadrillas de
activistas “verdes” que, salidos del más opresivo e irrespirable laberinto de
las urbes, se hincan al frente de las ajenas tranqueras para impedir el ingreso
de las fumigadoras a los campos.
Lo hacen, valga aclararlo,
cuando la superficie a fumigar se encuentra a una distancia menor al ejido
urbano que aquella permitida en las ordenanzas locales, aduciendo que incluso
aquellos químicos que cuentan con la certificación de inocuidad para la salud
humana –despachada por la Secretaría de Agricultura y Medio Ambiente– serían
altamente nocivos para el hombre y contaminantes del suelo.
No vamos a dirimir cuestiones
técnicas, siendo nosotros en esto tan legos como lo son los entusiastas del
ecosistema. Pues lo cierto es que aún entre quienes se suponen competentes en
la materia hay conclusiones encontradas acerca de los efectos de ciertos
productos en el hombre. Simplemente decidimos, por razones de método pero
también de principios, subordinar la cuestión a la única instancia reguladora
que puede admitirse para una discusión cualquiera reducida voluntariamente a
los lindes de la razón natural: la razón, ea ipsa, la consecuencialidad del
discurso fundado en las evidencias primeras.
De acuerdo con esto, los
militantes de la fotosíntesis debieran poder sortear unas cuantas groseras
aporías que se le presentan muy liminarmente a su sistema en el orden práctico.
¿Cómo es posible rechazar con tanto énfasis la presunta contaminación de la
tierra cuando se in- siste con los hechos en pro de la contaminación del aire
al emplear el automóvil y los medios públicos de transporte?
Al comprar un paquete de
galletitas con lecitina de soja (como muchos de ellos lo hacen cuando el hambre
se lo reclama), ¿no se está acaso fomentando la explotación de esta leguminosa
detestada?
¿Cómo puede (cosa que ocurre
con harta frecuencia) compaginarse el reclamo por los reinos mineral y vegetal,
y a la par reconocer el aborto –que afecta a la especie más empinada en la
escala perfectiva de los seres– como un derecho?
¿Por qué no se deplora
abiertamente la escalada legislativa que mira a liberalizarlo, tratándose de un
asunto muchísimo más urgente que la salvaguarda del humus?
Si se milita en contra del
veneno que afectaría al organismo físico, ¿por qué se tolera el veneno
ideológico que se escancia en las aulas a las conciencias maleables de los niños,
con sus cambios de paradigma ético década tras década, con su infatuado
evolucionismo, con su historicismo soez? Y aunque se llegase a reconocer por
amplio consenso científico la nocividad de los herbicidas para la salud humana,
¿no se advierte que se trata de una práctica agrícola que se le ha impuesto desde
hace décadas a los productores a expensas de la tiranía bursátil y de la
sobrepoblación urbana, y que todo lo que obtendrán estos conatos agroecológicos
es sacar a los productores de su ámbito sin una propuesta viable acerca de cómo
trabajar la tierra de modo de obtener de ésta la supervivencia?
Así, tenemos que los intereses
a menudo afectados no se agotan en los grandes terratenientes, como convendría
a una remozada lucha de clases con escenario agreste (del ambientalismo también
puede decirse, como lo dijo de la ideología de género un obispo español, que es
una “metástasis del marxismo”), sino de pequeñas explotaciones fa- miliares
frecuentemente laboreadas por sus propios dueños.
Pero el dialecticismo moderno,
consumado una y mil veces en tanta guerra prefabricada, no se detendrá ante la
evidencia de sus desatinos. Sabíamos, al fin de cuentas, que estaba bien lejos
del humanismo –en la cruda acepción de los hechos– la exaltación del hombre:
más bien su abyección a impulsos de una arbitrariedad sin orillas, cumplido el
metódico despliegue que va del subjetivismo más radical a la cosificación del
otro y de sí mismo.
Paradoja siempre operante en el
coro de la mojigatería progre, que se alarma ante la sola alusión al Round-up y no se indigna ante los
innúmeros atentados contra la verdad cumplidos en la vastedad del edificio
político, empezando por el dogma infecto de la democracia, trampolín de todos
sus ulteriores atropellos. Pero el no parar mientes (en el contexto
incuestionable de la notoria y generalizada merma de toda conciencia) en que el
sorprendente ascenso de la “conciencia ambiental” podría deberse nomás a una
generosa campaña publicitaria subvencionada por el gran capital, siempre ávido
de atomizar las sociedades y de promover banderías falsas: éste habrá sido el
oprobio de tanto activista.
Pues se esgrime el argumento
–verosímil por cierto, pero extrínseco al problema de la composición química de
los herbicidas– de que si el ente público encargado de fiscalizar estos
productos otorga licencia para usarlos, esto ocurre por presión de los
laboratorios.
El problema surge cuando se
comprueba que detrás de innúmeras causas “libertarias” de nuestros días
(legislación del aborto, “matrimonio” homosexual, imposición del
multiculturalismo en Occidente azuzando mareas de refugiados, sanción de leyes
“antidiscriminación”, etc.) hay un George Soros que lo financia todo.
Por lo demás, el tic
ecologista, con ser tan propio de nuestros días, tiene un no sé qué de
extemporáneo. Al menos desde el siglo XIX, y aunque la exploración y usufructo
de los bienes de orden físico resultan poco menos que ilimitados (hasta el átomo
entregó sus secretos), la vanagloria de dominio ya pasó holgadamente de las
cosas a las conciencias. Tanto, que la tan invocada noción de “naturaleza”
adolece de una simplificación semántica ni siquiera suficientemente conocida
por quienes la vocean de continuo, limitándose a significar algo así co- mo “el
conjunto armónico de los seres” o –con uno de esos tantos neologismos de cuño
helénico– “el ecosistema”: fuera de combate, desechada por las artes de la
persuasión, quedó la clásica noción de “naturaleza” como “principio de
determinación del ser”, y la causa es que contraría en su raíz los presupuestos
mismos del idealismo moderno, del titanismo desaforado de la res cogitans.
Se nos ofrece, entonces, el
increíble cuadro de que los que encarnan el standard de vida burgués y
desconocen lo que es enterrarse el barro hasta las pantorrillas en cada
temporal, o pisar la escarcha en los crudos amaneceres del invierno, salen a
“marcarle la cancha” al tractorista.
Spengler lo predijo hace cien
años: a medida que las grandes urbes continuaran su acción centrípeta y la
población rural decreciera a instancias de la mecanización de las tareas
agrícolas, se terminaría asistiendo a una puja entre la ciudad y el campo. La
demanda de bienes crecería con la superpoblación y con la irrupción de nuevas
necesidades más o menos inducidas, y el campo se vería sobreexigido para
satisfacerlas, de resultas de lo cual el abismo entre la ciudad y el interior
se agigantaría, dando lugar a dos inconciliables percepciones del mundo. Lo que
quizás no previera el filósofo hiperbóreo era esta manía artificial por lo
natural, culminante en un canon de conducta agrícola redactado entre los
rascacielos e impuesto por tenderos y oficinistas a quienes andan entre los
corrales.
No se nos oculta que la cultura
rural está más que moribunda, que ya no se vive el tradicionalísimo gaudeamus de la cosecha, ahora puesta
raudamente en las plantas de acopio para su posterior venta en lejanos e
indescifrables destinos. Ni desconocemos que la yerra ya no convoca al asado
con cuero, humeante imán para la confluencia del vecinerío de varias leguas a
la redonda.
Pero hay algo que todavía
perdura en las deslavazadas existencias rurales de hoy día, y que contrasta con
sus contemporáneos hábitos citadinos: las reliquias del sentido común y del
realismo, auspiciados por un medio en el que las estaciones siguen dejando su
impronta y el sol nace y se pone para el cotidiano asombro, en el que terneros
y corderos retozan emulando al oleaje marino y las flores de los frutales aún
desnudos por el invierno se abren como otras tantas miríadas de ojos. Otro
dato, también vivencialmente ajeno a las gentes de ciudad, es el de la
permanencia de cinco, seis y a veces más generaciones en posesión de una misma
porción de tierra. Esta última y muy significativa condición tendría que ser
tenida en cuenta por los apasionados impugnadores del glifosato, cuyo juicio se
encuentra inevitablemente sujeto a la deriva de las sucesivas rupturas
generacionales de los tiempos modernos y que determinan cualquier cosa menos la
permanencia (la solidez) de los principios y la continuidad de la experiencia de
los fundadores a sus descendientes.
Es quizás contra esto mismo que
se sublevan; por insospechada o inconfesable que sea esta motivación de parte
de quienes la ejecutan, los paisanos no dejan de reconocerla, acusando a sus
acusadores de prepotente injerencia. Se trata, con la excusa del veneno, de la
querella de Heráclito con Parménides, de la opción por lo mudable contra lo firme
y asentado. Se trata, al fin, de dos distintas estirpes que, aun con
entrecruzamientos locales y numerosas excepciones, corresponden a dos esferas
típicas e inconciliables de la existencia en este mundo declinante.
Alguien dijo que le tributaría
sus honras al sistema copernicano el día en que éste sea capaz de inspirar una
obra comparable a la Divina Comedia. Nosotros, que no fundamos esperanzas en la
restauración del siglo de las Catedrales y las Sumas antes de la Parusía, no le
pedimos a nuestro tiempo nada de extraordinario: apenas que nos conceda asistir
a la belleza de unas sencillas y bien calibradas coplas, a una pintura que no
renuncie al imperio de la representación y de la inteligibilidad, a una
arquitectura que no se agote en veleidades soñadas por autómatas sino que
trasunte la profunda bondad del orden, que refleje la primacía arquitectural de
la sustancia sobre los accidentes, del ser sobre el devenir. Porque con la visión
copernicana –valga la generalización compulsiva del término– lo que nos separa
es una cuestión de perspectivas.
No descubrimos nada nuevo al
afirmar que el gobierno irracional y despótico del mundo se deriva por
consecuencia inevitable de un cambio de orientación de la vida a partir de la
ruptura protestante, que liberó a las concupiscencias por el recurso al puro
extrincecismo de la justificación y por una antropología deprimente, haciendo
del hombre no sólo un ser que no puede aspirar a perfección, sino incluso un
mero haz de pasiones y de apetitos.
“Así lo quiero, así lo ordeno: que la voluntad sirva de razón”, clamó un atormentado Lutero; programas
semejantes hemos escuchado en boca de los ambientalistas, que declinaban el
recurso a la razón por ser ésta “patrimonio de los poderosos” (sic). Si no
fuera demasiado cínico, el pensiero debole preconizado por Vattimo tendría que
ser asumido como premisa de autojustificación por historiadores, psicólogos y
demás mercaderes hodiernos de las ciencias del hombre desde la primera página
de sus obras.
En estos días de furor por los
tatuajes, tendrían que grabarse en las frentes la declaración de
debilpensamiento para advertencia de quienes todavía recurren al olvidado
instrumento de la razón.
Éste es –testigo la obra
aniquilante de la Revolución contracultural– el espíritu en el que la tardía
modernidad forma a aquellos de sus hijos que devendrán sus propios fiscales,
haciendo –¡paradoja desopilante!– de la autofagia un medio privilegiado de
conservación.
Flavio Infante
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