LA NACIÓN
INVERTEBRADA
Nada nuevo diagnosticamos si hacemos
referencia al estado de descomposición en que se encuentra hoy la sociedad
argentina. Nada nuevo tampoco si aludimos a las causas profundas que tal
descomposición explican. Lo extrañamente novedoso resultaría si tales causas
profundas fueran reconocidas alguna vez desde las más altas instancias que, a
la par de descubrirlas, tuvieran la autoridad, por lo mismo, de rectificar el rumbo
y de recuperar el quicio. Mas no hay asomo de tal bien a la vista. Por el
contrario, el caos impera, el desorden es costumbre y resignación, el desmán es
el alimento corriente del espacio público. La demasía y el desafuero campean a
sus anchas, ante el gesto inexpresivo de quienes hacen zen cuando debieran, al
menos, tocar el botón de pánico.
Ejemplos sobran y algunos más recientes
podrían ilustrar cuanto decimos. Las clases no empiezan porque los maestros
ganan pésimos sueldos. ¿Quién po- dría negarlo
y quién no indignarse? Pero cuando uno advierte que la respuesta del gobierno
es prioritariamente regatear un aumento y la de los sindicatos docentes
exhibirse en procaces reclamos cual manadas de simios baradelianos, dan ganas
de proponer el analfabetismo sacro, gratuito y obligatorio. ¡Cerrad las
escuelas de los orcos, abrid de par en par los libros eternos!
La plata no alcanza y nos la sacan
literalmente de nuestros bolsillos entre los saqueadores tarifazos oficiales y
los ladrones públicos de ayer, de antes de ayer y de hoy. Pero cuando uno
observa al poder político proponer cínicamente la pobreza cero, a la oposición
nadar en riqueza diez y a los gremialistas convertidos en trillonarios,
sobreviene la tentación de ampararse en una orden mendicante, antes de confiar
la solución del problema social a estos crápulas de intercambiables signos
ideológicos.
La declamada libertad para transitar por
el territorio, de la que ningún constitucionalista dejó de jactarse, es apenas
una trágica quimera, un simulacro entre jocundo y dramático. Esa “libertad” es
impedida de manera sistemática por hordas de piqueteros y protestadores
seriales, cuyas fisonomías inequívocamente filodelictivas, marginales y aún
antropométricamente limítrofes, se han vuelto parte del paisaje habitual; y lo
que es peor: el modo paradigmático de la protesta, imitado desde los pulcros
vecinos de barrios privilegiados hasta los párvulos de salita de tres disconformes
con sus rincones lúdicos. Pero cuando uno ve que la respuesta más viril del
macri Mauricio es considerar desde las cimas nirvánicas del budismo, la
posibilidad de aplicar un protocolo anti salvaje, tentado se está de fundar
alguna tribu propia, en la que por lo menos se nos asegure la inviabilidad de
la antropofagia.
Las blasfemias y los sacrilegios están a
la orden del día. Profanaciones de un calibre tan repugnante y feraz como
prácticamente no registra la crónica de nuestras peores pesadillas anticatólicas.
Episodios como el perpetrado por las aborteras en Tucumán, o los ricoteros en
Olavarría, con sus misas negras explícitamente así llamadas, dan cuenta de la
vomitiva naturalidad que alcanzó hoy la promoción del satanismo en una multitud
de depravados. Pero cuando uno ve que los obispos son sujetos emasculados y
serviles, que los intendentes o gobernadores de los sitios ultrajados son
cómplices de la náusea, y que a nadie se le ocurre pensar y decir que no se
puede violar impunemente el Decálogo, empezando por el argentino Bergoglio, tan
atento siempre a los padecimientos sociológicos, los deseos nos asaltan de
salir como el viejo Alonso Quijano a lancear monstruos y gigantes. Y que nos
digan después que eran molinos, que no les creeremos.
Una sociedad puede salir de su
desvertebración, recuperar su vertical, regenerar su espinazo, enderezar su
columna y erguir su raquis. No es sencillo, pero puede y debe hacerlo. Si nos
preguntan la fórmula, daremos una respuesta cuartelera que le escuchamos a un
legendario comando argentino, y que –después de la celebérrima definición de
Boecio– es la más empinada caracterización del hombre que hemos conocido. Decía
el hirsuto guerrero: el hombre ideal, el hombre que necesitamos, es el de la
triple c: cabeza, corazón y cojones.
Recomendamos a los lectores, y nos
recomendamos a nosotros mismos, hacer una presta y diligente aplicación de esta
notable fórmula.
Antonio Caponnetto
2 comentarios:
El que escribió es periodista, o un editorialista auto didacta? Me gusta mucho la adjetivación. Pregunto desde la curiosidad ya que es la primera vez que leo su blog. Saludos.
SUSCRIBO en todo su Editorial.
Y a mayor abundamiento permítame agregar que nuestra sociedad (de esta no soy socio) llora por un terrorista cumpa y no se lamenta por el genocidio que está
perpetrado por EL BRAZO ARMADO DE LA DEMOCRACIA, los CHORROS, en moto o en falso patrullero, da igual, FORZANDO LA DESAPARICIÓN ad eternum de INOCENTES.
Lo Saludo en Cristo y en María.
Delosdelcid.
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