BREVES REFLEXIONES SOBRE
“MISERICORDIA ET MISERA”
Por Antonio
Caponnetto
Pérdida de la gravitas
Fechada en la Festividad de Cristo Rey, Francisco dio a conocer
su Carta Apostólica Misericordia et
misera, popularmente famosa desde los mass
media por su punto 12, obviamente tergiversado, y según el cual –para esos
multimedios‒ “la Iglesia
ahora perdona el aborto”.
Desde luego que este último enunciado es una mezcla de
malicia, de fraude y de ignorancia escandalosa, perpetrada por los propagadores
de noticias. Entre otras cosas porque no existe un “ahora” eclesial dispensador
de perdones opuesto dialécticamente a un supuesto “otrora” negado al perdón.
Lo que sí y riesgosamente viene a decirnos aquel mentado
punto 12 es que se concede “a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio,
la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto”,
contrariando expresamente el canon 1398 del Nuevo Código de Derecho Canónico,
que ponía exigencias mayores y más estrictas acordes con la gravedad del crimen
cometido.
En la práctica, y bien escondido tras los ropajes de la indulgencia,
esto derivará en una banalización de tan tremenda falta moral, en una
relativización y des-solemnización tanto del homicidio como de su eventual
condonación sacramental. El cura qualunque –falto como suele estar de cualquier
seria formación católica‒ que reciba en confesión a un abortista dispensará la
absolución al homicida sin otra carga que traer a la parroquia algún alimento
no perecedero para los pobres. Lo mismo sucederá si se confiesa un adulterio o
una vida contranatura o la práctica activa del travestismo. Alerta punitivo al
tope, en cambio, si alguien llegase a reconocer, tras la extinta celosía del
confesionario, que se entusiasmó en una corrida de toros (a favor del torero) o
que contaminó la acera de su casa arrojando algún residuo sin reciclar.
La gravitas, aquella noble virtud que significaba peso,
responsabilidad, severidad y seriedad, y que tan vinculada a la piedad estaba, quedará
excluida del horizonte del penitente y del ministro. Es que la misma Carta Misericordia et Misera, que en buena
hora “recomienda mucho [al clero] la preparación de la homilía y el cuidado de
la predicación” [6], nada dice del celo que debe tenerse para administrar
correctamente el sacramento de la penitencia o confesión, devenido hoy, en la
generalidad de los casos, en un diálogo insustancial,consensuado y mecánico con
el clérigo de turno.
En la cosmovisión bergogliana –y hasta
aquí no cabe reproche‒ está claro que el confesionario no puede ser un salón de
torturas. Pero tampoco puede ser una cafetería en la que dos conocidos se dan
al charlismo amistoso y se despiden hasta próxima ocasión. Con sapiencia decía
Louis Veillot, que el respetuoso y reverente atractivo de los tradicionales
confesionarios, más consistía en estar ellos salpicados
de penas, vergüenzas y dolores que chorreados con la sangre de un mártir. Es el
estar rodeados de adoloridos arrepentimientos lo que suscita su búsqueda en el
alma sana. No el parecerse a las cabinas de un cyber en la que se entra y se sale para hacer un poco de vida
social y otro poco de humana catarsis.
La confesión tiene pautas, condiciones, requisitos, exigencias.
San Juan Nepomuceno es el Patrono de los Confesores, no Frantz Fanon. Y desde
siempre se enseñó en la doctrina católica que existe la disciplina; esto es la posibilidad y la necesidad de una pena,
de una sanción, de un castigo. Bienvenidas todas las formas del suaviter que la prudencia del clérigo
juzgue conveniente. Bienvenido incluso el ritmo armónico y pedagógico de las fórmulas,
tan descuidado. Mas recuérdese que fue Santo Tomás el que escribió con acierto:
“A los hombres bien dispuestos se les induce más eficazmente a la virtud
recurriendo a la libre persuasión que a la coacción. Pero entre los mal dispuestos hay
quienes sólo por la coacción pueden ser conducidos a la virtud” (Suma Teológica, I-II, q.
95, a. 1).
El remedio de las dulzuras y de las ternezas
ilimitadas que se propone actualmente, puede ser la panacea con que sueñe un
demagogo, mientras reserva la crueldad para sus impugnadores. Pero probado está
que no es la terapia espiritual que dispensaron los grandes pastores. Nadie
propone la inclemencia o la fiereza, pero tampoco esta liviandad ridícula de
convertir la religión en un muestrario de carantoñas, al sacerdote en un
dispensador de arrumacos y al sacramento de la penitencia en una gestión de
lisonjas tranquilizantes y sin consecuencias ulteriores.
El outlet de la
misericordia y del perdón
La Iglesia Católica no necesitó la llegada de
Bergoglio ni para absolver a los pecadores ni para predicar la misericordia. Aunque
no necesitándolo, la llegada de este hombre trivializó ambos conceptos, el de
la misericordia y el del perdón, si es que acaso no hizo algo más grave como
desnaturalizarlos. Como en aquellos establecimientos popularizados bajo el
nombre de outlets, en los que se
ofertan mercancías baratas en razón de alguna deficiencia en su manufactura o
en su vigencia, así se pretende que funcionen ahora los templos supuestamente
católicos.
La justicia sin misericordia es cruel, ya se sabía.Pero
el énfasis propuesto en el presente es la consumación de una misericordia sin
justicia objetiva, conservándose en la mejor de las suertes una jurisprudencia
sentimental de alcance individual, según el caso del que se trate. Y eso lleva fácilmente
a la lenidad y a la impunidad, que no son bienes. Un bien es la equidad, que
perfecciona y supera el rigor del derecho escrito. Pero su parodia es la
laxitud, que convierte a la bondadosa
templanza habitual, de la que hablaban los clásicos, en garantía de
condescendencia.
Que el perdón de Dios no tiene los contornos ni los enredos
de los perdones humanos, también se sabía. Que a imitación del Señor el hombre
debe practicar el perdón, prodigándose en actos de caridad gratuitos y
sobrenaturalmente encaminados, era lección de catecúmenos. Y de las mejores y
más nobles para la vida de perfección espiritual. Pero se sabía asimismo que
“todo el que hubiere hablado contra el Hijo del Hombre será perdonado; mas si
no obstante, habla contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón ni en este
siglo ni en el venidero” (San Mateo, 12, 32). Y esta última enseñanza ha sido
prácticamente borrada en el magisterio bergogliano.
La misericordia que se nos propone en la Carta Misericordia et Misera es aquella en cuyo centro “no
aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios” [1]. Y concordamos,
mientras no se omita, como se omite, que esto no significa una confrontación
dialéctica en la que toda justicia legal puede ser conculcada, sino que
significa que toda justicia legal, si quiere ser legítima, debe ordenarse al
Derecho Divino, porque “el Señor es justo y ama la justicia”, canta el Salmo (11,
8); y si “Dios es para sí mismo Ley”, como recuerda el Aquinate, cuanto más
debe serlo para los que aman a Dios.
La de Francisco es una misericordia sociológica, sin
referencia a la Verdad
sino a la solidaridad. Y el perdón es una amnistía incondicionada e
igualitarista, sobre cuyo otorgamiento no pesa ya más el deber de la contrición
y hasta el derecho de la autoridad a denegarlo o postergarlo si tal contrición
sincera y reparadora no se constata.
Misericordia y perdón, en la perspectiva bergogliana
obran al unísono como dos revoltosos sans
culottes, que abren las puertas de la Bastilla para que se escapen los patibularios; y
de ser posible que ocupen los principales cargos. Tantos años de jesuitismo y
de argentinismo pudieron ponerlo en óptimas condiciones de aprender aquello que
decía el Padre Leonardo Castellani: Dios no es un cantor de tangos; que al
pecador arrastrado por el fango de todas las corrupciones le va a decir, mano
ancha: pasá nomás, quedate. No.Dios
es más hidalgo, más señorial, más príncipe. Por eso en no pocas ocasiones se le
escucha cantar afligido: “Algún día has de llamar/ y no te abriré la puerta/y
me sentirás llorar”. Como en el tango arrabalero y cursi, el dios bergogliano,
le suplica al descarriado que se deje perdonar. El “arrepentíos y convertíos” (San
Mateo, 4, 17) ha sido desplazado por el “dejate misericordear”. Desplazamiento
acaso que cifra la distancia, entera y trágica, entre escuchar la voz de la la Revelación Divina
o los bramidos del plebeyismo mundano.
Pero he aquí la angustiante paradoja. Desnaturalizadas y
traicionadas tan importantes categorías de la vida espiritual y moral, como la
misericordia y el perdón, en aras de la dignidad humana que –como se sabe‒ es
uno de los grandes neodogmas conciliares, lo que resulta, tras visitar este outlet eclesial de Francisco, no es una
creatura más digna, sino un revoltijo de homúnculos abajados por una fe
sociomórfica. Por lo que bien hacía patente Dionisio: “Es necesario ver que la
justicia de Dios es verdadera en el hecho de que da a cada uno lo que le
corresponde según su dignidad, y que mantiene la naturaleza de cada uno en su
lugar y con su poder correspondiente” (De Divine Nominibus, 8).
El género de la
auto-ayuda como criterio docente
Alguna vez fue dicho por alguien y parece más cierto con
el paso de las horas: es difícil no ver en el estilo pontifical de Bergoglio el
influjo de los textos de autoayuda, género en el que suele tenerse por
precursor al norteamericano Dale Carnagie, con su innoblemente famoso “Cómo
ganar amigos e influenciar sobre las personas”, editado por vez primera hacia
1940. Potenciada su condición de best-seller
perenne por la divulgación prolijamente ejecutada mediante la revistucha Reader´s Digest, pronto tuvo una legión
de imitadores que continúan sin cesar.
Los especialistas en la materia sostienen que los
consumidores de estos libelos son intelectos limitados y prácticos, que andan
buscando soluciones a problemas emocionales o a circunstancias adversas de la
vida. No admiten otras respuestas que no partan de la necesidad de las buenas
ondas y de las energías positivas, y son propensos a dejarse convencer por
aforismos o clisés, preferentemente breves, afectuosos, simpáticos,
presuntamente sanadores y en sintonía plena con el llamado clima de época.
Bergoglio sabe entregar este material a manos llenas.
Recuérdese, no sin oprobio, que el siete de junio de 2015, le dijo a la prensa
reunida en el Vaticano: “Recen por mí y si alguno no puede rezar porque
no cree, al menos tírenme buena onda”. Causa estupor y vergüenza ajena el
recurso a tamaño tópico de la nadería fraseológica dominante; y esto sin hacer
análisis alguno de la inaudita confusión de analogar la oración con el arrojo
de hipotéticas ondulaciones bienhechoras.
Misericordia et
Misera no es
una excepción a estas predilecciones estilísticas. A cada rato tropezamos con
“mirar el futuro con esperanza” [1]; “romper el círculo del egoísmo que nos
envuelve” [3]; “la bondad” que “como un viento impetuoso y saludable se ha esparcido
por el mundo entero” [4]; “es tiempo de mirar hacia adelante” [5]; “Dios sigue
hablando hoy con nosotros como sus amigos,se «entretiene con nosotros»” [6];ser
“testigos de la ternura paterna” [10];vencer “el círculo de la soledad” [13];atender
“la necesidad de consuelo” mediante “un abrazo que te hace sentir comprendido,
una caricia que hace percibir el amor” [13]; “participar activamente en la vida
de la comunidad” [14];pedirle a esa comunidad “iniciativas creativas que animen
a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra” [7]; “poder así
caminar juntos”; percatarse “de cuánto bien hay en el mundo” [16]; ver que
“estos niños son los jóvenes del mañana” [19]; recibir “la caricia de Dios” [21],y
un penoso etcétera que podemos ahorrarnos, pero que más nos acercan a las
páginas de Bucay que a una lectio
sagrada.
¿Cómo es posible que la inteligencia romana, que nos
entregó páginas memorables como la Aeterni Patris
o la Divini Cultus; cómo es posible que la Cátedra de Pedro que
relumbró en In Praeclara o fulguró en
la Quas Primas, nos ofrezca ahora este repertorio
baladí de formulaciones, antes sacadas de un recetario para levantar la
autoestima, que fruto del ruego hímnico al Paráclito, Veni Sancte Spiritus, suplicando sus dones? No; no es sólo la
ortodoxia en su sentido legítimamente racional lo que se ha perdido. Es también
el dominio de la lengua apropiada para el ministerio petrino. Señal de que el
hombre anda algo incómodo en este sublime mester.
Sin embargo, lo más confuso y a la par lo más riesgoso, no
es esta preferencia por los tópicos del género de la autoayuda, sino ese aludido
criterio horizontalista y sociomórfico que domina esta docencia bergogliana como
un acechante telón de fondo.
Un ejemplo atroz parece suficiente para retratarlo. Segun
Misericordia et Misera, la desnudez
absoluta de Cristo en la Cruz,
“revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido
la dignidad porque no cuentan con lo necesario […]. Del mismo modo [la Iglesia] ha de empeñarse
en ser solidaria con aquellos que han sido despojados […], no mirar para otro
lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas
vivir dignamente. No tener trabajo y no recibir un salario justo […], ser
discriminado por la fe,la raza, la condición social, estas y muchas otras son
situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales
la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia
y la solidaridad” [19].
Hay textos tutelares de los Padres de la Iglesia explicando el
significado del vestido humano, de la pérdida de la stola prima de raigambre adámica –desnudez entera de la gracia‒ y
su reemplazo por los harapos malolientes del pecado y de la apostasía. Cuando
el padre de la parábola del hijo pródigo ordena a sus criados que le coloquen
el vestido nuevo y limpio, no está ejecutando un acto de solidaridad sino un
ritual de purificación. No lo está llevando a la “feria americana” parroquial
para comprarle una prenda decorosa de ocasión. Lo está revistiendo del
Espíritu, dice Orígenes. Le está restituyendo, según el Niceno, la túnica
primera, bautismal y esponsalicia, que ahora merece por haber retornado a la
gracia. Se trata de un ornato para el alma, y por lo tanto de una acción
sacramental, antes que de un gesto de beneficencia terrena.
Paralelamente, esos mismos Padres de la Iglesia, seguidos después
por los más empinados poetas de la Cristiandad, han explicado el sentido de la
desnudez de Nuestro Señor en la Cruz. No
queda desnudo para protestar contra la discriminación, ni para reclamar una
mejora de los salarios de los trabajadores, ni para llamar la atención sobre la
carestía de las indumentarias, ante la cual se impone la colecta anual de Caritas. Va de suyo que no hay que andar
explicando que todas estas preocupaciones humanas y corpóreas serán siempre
necesarias, apremiantes y gratísimas a los ojos de Dios.
Pero la desnudez del Señor en la Cruz obliga a un
desciframiento más alto, a una alegorización más honda, a un simbolismo más
empinado, a una exégesis que arranca en los pliegos del Antiguo Testamento y
corona en el trono sangrante del Calvario. Es desnudez de abandono y de entrega
redentora. Es desnudez de herida divina que cauteriza los dolores del hombre
viejo. Es desnudez oblativa, desapropiadora, donativa, amante. Es desnudez que
reviste, dirá el Apóstol (Romanos, 13, 14). Es traje de bodas, capa regia, túnica
salvífica y adventicia, según un giro expresivo de San Jerónimo. Sólo un
reduccionismo inmanentista de bajo vuelo puede acotar la desnudez del
Crucificado a los lindes de un compañerismo sindical por los desposeídos.
La misma óptica horizontalista lo lleva a explicar el
acto divino ante Adán y Eva desnudos tras la caída, como un gesto solidario
mediante el cual, “la vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida”.
“Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para
Adán y su mujer, y los vistió»” [19]. Otra vez, un dios del gremio textil sale
en socorro de los que andan escasos de prendas.
San Gregorio de Nyssa vio de otro modo esta secuencia. Esas
túnicas que Dios les entregó a nuestros primeros padres, estaban hechas de
animales muertos, indicándoles así que habían roto voluntariamente la comunión
divina para degradarse hasta el extremo de ingresar al plano de la comunión
animal. No eran una señal de la dignidad recuperada y de la vergüenza vencida.
Eran el símbolo mismo de la indignidad y de la vergüenza por haber pecado a
instancias mismas del demonio. Pero era un ropaje provisorio y accidental, dirá
el mismo Niceno. Habrían de cambiarlo por las mejores galas inaugurales y
fundantes cuando llegara el tiempo de la Redención. Y para eso se
necesitaba el desabrigo y el desvestimiento completo de Cristo en la Cruz.
Un plagio
evidente
Movido por este género y este estilo que hemos tratado de
describir con verdadera pesadumbre, al final del párrafo 16, la Misericordia
et Misera se despacha con un tópico por
antonomasia de la sensiblería bergogliana; tal vez el fruto más opimo de su
monotematismo pastoral y aún doctrinal. “Soy amado, luego existo”, dice
textualmente la Carta Apostólica.
¿De dónde procede este nuevo y extraño parafraseo
cartesiano? ¿Cuál es el origen de este remedo o parodia del cogito ergo sum, que enturbió las aguas
de la metafísica y de la gnoseología y pretendió tumbar la sensatez de la
filosofía perenne? ¿Quién lanzó a rodar este slogan emocionalista, patético y
romántico, que hace depender el acto de existir del amor y no el amor de la
existencia previa de una creatura capaz de amar?
Pues créase o no, un publicitado fraseólogo español,
Carlos Díaz Hernández, lleva publicados cuatro tomos titulados “Soy amado, luego
existo”, que le editó Desclée de Brouer a partir del año 1999. No hay tiempo ni
ganas aquí para dedicarse a este personaje ruinoso, tenido por gurú del
personalismo comunitario, del anarquismo cristiano, del sincretismo religioso,
de la “razón cálida” y del modernismo catolicón. Sólo queremos llamar la
atención sobre lo que parece evidente y pocos han advertido. La extraña
similitud de giros, fraseos, muletillas, estribillos y cantilenas, entre el
escritor de marras y cuanto dice y escribe Francisco.
Irenismo espiritual absoluto;ecologismo con ondas verdes
de amor y de paz; bondades del comunismo; equiparamiento de todas las
creencias; utopías y periferias, ternuras y caricias; amor y alegría por
doquier desparramados; justificaciones veladas del homosexualismo;
reivindicación del franciscanismo en perspectiva sociológica; pro semitismo
exacerbado, recalcitrante y obsecuente; misericordeo
y humildeo solidario, sin condiciones ni límites; bendiciones, perdones y
augurios para todos, menos para los fanáticos proselitistas; acogimiento del
ateo, del agnóstico y salida al encuentro universal y cósmico de la persona, sin marcar diferencias entre
ellas; clasificación de los hombres según a qué huelan (sic).
Todo el menú completo de fruslerías bergoglianas se hallarán
en las prolíficas y múltiples ocurrencias de este fulano, nacido en Cuenca, en
1944, encumbrado por la progresía española y americana; especie de Tucho
Fernández del primer mundo, y merecedor, como él, del dicterio quijotesco, pronunciado
cuando el caballero le recuerda a Sansón Carrasco la peligrosa insania de
aquellos que escriben y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
“La fórmula que yo les propongo
desde el personalismo comunitario es la siguiente: Soy amado, luego existo. En
lugar del pienso, luego existo, soy amado, luego existo […]
O qué tal: Me dueles, luego existo”. He aquí un gajo
de la típica aforística diazhernandiana,
desgranado en sus glosarios, que bien pudiera hallarse en la Laudato si o en Amoris Laetitia.
Pasó el tiempo en que los
pontífices abrevaban en los clásicos. Ahora, prefieren plagiar a los escritorzuelos
de bajo techado. Se nos fue la época de los papas rumiadores de doctores de la Iglesia o sabios de
Salamanca. Ha llegado con Bergoglio el momento de calcar las ocurrencias de los
sofistas. Lo más irritativo es que a esto se lo llame hacer “teología de
rodillas”. A no ser que, dada la conocida afección futbolística de Francisco,
el término aluda a los rodillazos que, a modo de brutales infracciones suelen
cometer los jugadores imbuidos de torpeza cerril.
La colafización
Un antiguo ritual que pervivió
al menos hasta el siglo XII, tenía lugar los Viernes Santos en aldeas capitales
de Occidente. Las mayores autoridades de la comarca hacían comparecer en
público al hebreo más destacado del terruño, y en presencia del público se le
atestaba una simbólica bofetada, como para mantener viva la memoria del crimen
del deicidio y la repulsa consiguiente a la que se haría acreedor todo aquel que
del mismo no se retractase.
La ceremonia se llamaba la colafización. Palabra que hunde su raíz
etimológica en el
griego, kolafiðzw,
pasando por el latín: colaphizo, y que
en principio y simplificando significa castigar. Varias fuentes documentales
nos han quedado como registro de tan significativo rito; y en tal sentido
aconsejan los estudiosos volver sobre las páginas insospechadas de Bernhard Blumenkranz, Les
auteurs chrétiens latins du Moyen Âge sur les juifs et le judaïsme, publicado
en el año 2007, en la
Collection de la
Revue des Études Juives.
No tema el lector inquieto, ni se sobresalte el pío papólatra, que
no estamos proponiendo una reedición del llamado Ultraje de Anagni, sucedido a
principios del siglo XIV. Aquí no hay ningún Bonifacio VIII ni un Sciarra
Colonna que le clave irrespetuosamente su mano en el rostro, si es que acaso
así sucedieron los hechos.
Pero los símbolos tienen su valor y por eso mismo los traemos a la
memoria. Y lo que estamos queriendo simbolizar es claro como el agua. Bergoglio
merece un castigo, un escarmiento, un correctivo, una penalidad, una sanción.
Si ha de ser, para empezar, una carta de cuatro cardenales, que lo sea. Si han
de seguirse, como de hecho ya ocurre, otros varios cardenales más que lo
cuestionan y objetan, que lo sea también. Si ha de ser un rebaño leal a la Verdad, y por eso cada vez
más perplejo y reacio a obedecerlo, y cada vez más creciente, téngase por
válido.Si ha de ser,al fin,un santo varón solitario que se atreva a decir que
el rey no sólo anda por las calles engañando y nudo sino que ya no quiere
oficiar de rey, qué irrumpa pronto ese caballero fiel y veraz.
Tome las formas que tomare la soba, este tránsito que está
empeñado en dar del Iscariotismo a la Apostasía no puede quedar impune. Escandaliza y
perturba. Y si remitimos al ritual colafizante, al modo de una alegoría, es
porque ninguno como Bergoglio ha judaizado tanto a la Iglesia como él. Ninguno,
hasta donde llega la memoria, se ha hecho socio y cómplice activo de la Sinagoga en la tarea
imperdonable de descristianizar día a día la Barca que le fue confiada. Ninguno tan amable
secuaz del pérfido enemigo bimilenario, motor y causa eficiente del resto de
los enemigos que advinieron y vienen, siempre prontos para ultrajar a la Esposa.
Una afirmación, pues, ha de seguirse como válida en estas trágicas
circunstancias. Recibida bajo las formas que fuere la colafización, no ha lugar
para la proverbial respuesta: “Si he hablado mal dime en qué, y si no por qué
me pegas” (San Juan, 18, 23). El razonamiento en este caso es inverso: el golpe
le llega precisamente porque ha hablado mal. Y personalmente hace años que le
estamos diciendo en qué. Desde que
escribimos La Iglesia traicionada, hacia el ahora lejano 2009.
Y aún antes también. ¿Para qué lado miraban entonces los electores del Cónclave
cuando en este rincón surero del Sur de Hispanoamérica, se advertía con dolor
las inconductas de tamaño sujeto?
Recen en mi
Aprendimos de un monje –montañés sapiente y artesano de la palabra
laudante‒ a profundizar el sentido de aquella perícopa joánica que dice: “Si
ves a tu hermano pecar, reza por él y le darás vida” (I San Juan, 5, 16). Y el
susodicho monje nos hizo conocer además las páginas del maestro copto Matta el
Meskin, tituladas “La oración por los demás: una grave responsabilidad”.
Hay en lo antedicho un misterio grande y luminoso –como son los
misterios verdaderos‒ asociado tal vez al dogma de la Comunión de los Santos.
Es el misterio de la sustitución vicaria. Rezo por el otro que no sabe lo que
tiene que pedir; que ignora o viola lo que debe impetrar; que desconoce lo que
le conviene suplicar cuando ora, agradecer cuando ruega, hacerse perdonar
cuando implora. Rezo por el otro puesto en su pellejo, hecho su osamenta,
transformado en su cuero. Rezo por el otro no como destinatario sino como
sustituto. No en tanto receptor; antes bien como sucedáneo.
Junto a la justiciera colafización de Bergoglio pedimos y
ejecutamos esta clase de plegaria. Lo pedimos y lo ejecutamos de todo corazón. Sincera
y filialmente. No es el monocorde “recen por mí” lo que habremos de hacer en
estos tiempos límites. Sino el “recen en mi”. Recen; recemos, poniéndonos en el
lugar de este hombre descarriado, devenido de pastor en lobo, de centinela en
mercenario, de bautizado en circunciso. Recemos pidiendo su conversión.
Y no hay en esto asomo de ironía, mordacidad o guasa. Hay
verdadera seriedad en las cosas, cuando las cosas no admiten regreso ni
solución ni cura, si no interviene la Omnipotencia
Suplicante, y acogiendo nuestra oración vicaria, la deposita
en las manos del Hijo. Como cuando pequeño, Ella dejó en sus manos el saludo
matutino y tempranero de un beso materno.
Misericordia et Misera
Lo mejor y más provechoso de esta Carta Apostólica, sin dudas, es
que nos remite al bellísimo pasaje agustiniano, en el cual Cristo y la mujer
adúltera se encuentran, a instacias de los fariseos. Quieren poner a prueba la
reacción del Señor ante un caso flagrante de conducta pecaminosa y a la par
ilegal.
Y El Señor habla y obra. Su conducta es parenética y a la par
perfomativa. Esto es, que exhorta y amonesta, mientras realiza al hablar la
acción evocada. Les dará a los sepulcros blanqueados una lección que nunca
olvidarán. Le ofrecerá a la descarriada la única vía para no extraviarse. Y
solos entrambos, huídos los feraces verdugos, el Rey que absuelve, la desposada
que llora; ella que se marcha con el alma en vilo, y Él que se queda
escribiendo sobre la tierra. Para que la tierra sepa que su juicio es
transitorio y falible, y que por eso debe remitirse con seguridad y temor al
juez que está en lo Alto.
Los salmos se escuchaban en la escena: “¡Aprended, jueces de la
tierra!” (Salmo 2, 10). “Miró a la tierra y ésta se estremeció” (Salmo 103,
32).
El silencio se apoderó del paisaje. La inefabilidad señoreaba a
sus anchas. Y la voz del Mesías retumbaba por las columnatas del templo,
resonando hasta en la cima del Monte de los Olivos: el que esté libre de
pecados que cause la primera herida con su cascote vengativo. El que no tenga
dolo que se atreva a la primera sangradura. El incontaminado que lance con
furia el ladrillo cercenante y odioso. “Señor, si tú mismo no me condenas,
estoy salvada”…
Hay un silbo de piedras en la tarde homicida,
una mujer temblando como cimbran los trigos
cuando arrecia la siega despojando de abrigos
al fruto de los surcos tras la siembra crecida.
Una mujer apenas. Ni siquiera está erguida,
los crueles fariseos son jueces y testigos,
cada puño un guijarro,los labios son castigos.
Ella es la imagen misma de una rosa abatida.
Varón de los perdones celestes y terrenos,
Señor de la clemencia, maestro de mercedes,
por tus palabras justas los rencores crujían.
La miraste con esos, tus ojos nazarenos,
la vida de la gracia le muestras y concedes.
E inclinado hacia el suelo tus dedos escribían.
2 comentarios:
Hola.
Quisiera citar el bellísimo soneto del final del artículo. ¿Su autor es Ud. mismo, Dr. Caponnetto?
Laura Flores
Sí, Laura. Yo lo hice. Perdóneme
Antonio Caponnetto
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