SATANÁS, EL PRIMER IDEÓLOGO
El concepto de “ideología”, si bien de acuñación moderna,
ya conoció una notable transición semántica como para exigir, nomás comenzar,
algunas precisiones. Se atribuye a los sensistas franceses de la segunda
Ilustración, continuadores de Condillac, el haber introducido el término. Como
éstos postularan, siguiendo a aquél su mentor (“no nos es posible pasar de lo
que sentimos a aquello que es”), que las ideas no difieren de las sensaciones,
sino que son esas mismas sensaciones como bruñidas por el intelecto, y como el
consorcio humano contara todavía por aquellos años con las suficientes defensas
como para aplazar el triunfo del caos que propiciaban unas tales desencaminadas
tesis, el término “ideólogo” recién estrenado pasó a ser pronto objeto de
descalificación.
La ideología o “discurso sobre el proceso formativo de
las ideas” —y posible capítulo de una gnoseología crítica— no se habría visto
así tiznada si hubiese rebasado, en las mientes de sus expositores, la
identificación con la mera estética o el “tratado de lo sensible”, eliminando
prácticamente todo carácter activo en el pensar, o reduciendo a éste (como lo
pretendió Cabanis) a una función orgánica, semejante a la digestión.
Así, el giro subjetivista que había inaugurado la
filosofía con Descartes se extenuaba ahora en un egotismo epidérmico, tanto que
Destutt de Tracy (uno de los llamados “ideólogos” franceses de los años
pos-revolucionarios) llegaría a definir al hombre como un être voulant cuyos derechos son tan ilimitados como sus deseos, y
cuyos deberes se reducen a proveer los medios de satisfacerlos. Con razón el
apelativo de “ideólogo” pasó pronto a ser despectivo, como se comprueba por el
uso que Napoleón hizo del mismo como baldón contra sus enemigos.
Balmes recoge el término e intenta incluir, en su
metafísica, una “ideología pura” como eslabón entre la estética y la
psicología. Rechaza allí las premisas de los ideólogos, oponiendo al
agnosticismo de éstos la posibilidad de la certeza, y fundando a ésta sobre el
triple e incuestionable testimonio del sentido común, la evidencia y la
conciencia. Pero la acepción que cobra el término en Balmes (que hubiera debido
prevalecer con arreglo a la etimología y por su mejor doctrina sobre el origen
de las ideas) pasó pronto al olvido, habiendo quedado el concepto impregnado de
aquella valoración moral negativa que le merecieron los “ideólogos” franceses.
Desde entonces, se entiende por ideólogo —como lo hace repetidamente Calderón Bouchet— al “intelectual al servicio del poder”, es
decir: a aquel que, luego de revesar el orden causal por el que la acción
dimana del conocimiento, hace a este último procedente de la acción.
Y ni siquiera de la praxis o acción moral —lo que ya
supondría notorio desquicio—, sino de lo que los antiguos entendían por póiesis o acción fabril, productiva, e
informando ésta una política. Suponemos que la oportunidad de aplicar un mismo
apelativo a aquellos sensistas de antaño y a estos profesionales de la
persuasión pública o de la lisonja del Príncipe —con la exaltación del puro
artificio, de la técnica de gobierno— debió estribar en su común renuncia a
toda theoría o saber incondicionado,
libérrimo y superior.
Y también desde entonces se entiende por ideología a esa alambicada construcción
mental que prescinde del datum, que
niega asentimiento a la realidad exterior a la conciencia, haciendo girar a
ésta sobre su propio eje, ciega y autófaga. Con lo que esa “plasticidad óntica”
de que la inteligencia goza, y que la habilita para una adecuación progresiva
con la realidad aprehensible, queda tronchada miserablemente en su misma raíz.
De este modo, la ideología resulta como la floración
postrera del idealismo moderno, que se distingue del platónico en que aquel
hacía de las ideas arquetípicas una suprema realidad reflejante la mente divina
y reflejada imperfectamente por el orbe visible, mientras que el idealismo
moderno entroniza a las ideas dimanadas de la mente humana, con lo que confiesa
implícitamente —siendo falible el hombre, como es noto— su falencia y su
colapso.
El ritmo de la trasposición dialéctica y su consecuente
secuela en la teoría de las ideas y del conocimiento puede seguirse con alguna
aproximación con sólo otear algunos de los más influyentes sistemas excogitados
en los dos últimos siglos.
Así, se ha pretendido en ocasiones aplazar toda certeza
noética en obsequio a una moral autónoma, como en Kant, sin reparar en el
absurdo que esto supone. En Hegel, de cuya concepción de una realidad in fieri se deduce una ontología de la
pura actuación, que ya no del ser en acto, no queda apenas lugar para un orden
objetivo lo suficientemente definido y firme al que el entendimiento pueda
remitirse en su naufragio. Nietzsche, con su consagración de la voluntad de
poderío, hace al proceso cognoscitivo talmente preñado de esta misma voluntad,
que la verdad deja de entenderse como la validez del juicio para identificarse
con el mero dominio de las cosas.
Pero hay que llegar a Marx, o quizás mejor al marxismo de
la “revolución cultural” y la guerra semántica, para comprobar cuánto una
denodada técnica propagandística mirante a una transmutación de la misma matriz
de las ideas —de la mente del hombre— pudo imponer una visión tan cerradamente
puritana y apriorística de toda realidad, al punto de hacer de nuestros
contemporáneos sujetos a su infestación reos de una especie de victorianismo de
signo inverso, no menos estéril y odioso que aquél. La riqueza y la vastedad de
lo real resulta así menoscabada en aras de un esquema no unitario sino apenas
unívoco. Lo que equivale a todo un sacrilegio: la realidad, quieras que no, es sacramentum o signo evocador de una
Causa que la excede.
Mikhail Bakunin, uno de esos perversos constructores de
la Babel moderna, antícipe de la revolución rusa y satanista sin efugios, llamó
al demonio “el primer librepensador”,
lo que podría extenderse sin dificultad a “el primer ideólogo”. Sabemos que librepensador es término que también se
remonta a la Ilustración, y vale tanto como “adscripto a la fe en la razón” y
“opugnador de los dogmas”, lo que ha llevado a los portadores entusiastas de
tal mote, invariablemente, al anticlericalismo. Los librepensadores, al alzarse
contra la institución religiosa, lo hicieron contra la tradición y el carácter
mismo de sus naciones, lo que equivale a poner a la idea —y a la idea propia, a
la acariciada por la propia subjetividad en lo que tiene de más insular y
ocluso— contra el ser (siquiera contra el ser histórico-cultural), anticipando
con ello la demolición obrada más tarde al nivel de las realidades más
primarias, como ocurre hoy con la promoción del aborto y la eutanasia, con el
“matrimonio” homosexual y la ideología de género. La historia moderna, vista en
clave espiritual, puede reconocerse como la graduación que va de la parasitosis
de la civilización cristiana a su tumefacción avanzada. O, en otras palabras, del indiferentismo
agnóstico o “liberalismo” al anticlericalismo, y de éstos a la plena
infestación de ideología en su facha más aberrante.
Pocas persuasiones más deplorablemente extendidas que
aquella que pretende rimar concepción
política o incluso creencia religiosa
con “ideología”. En el asfixiante contexto de adulteraciones semánticas que
sufrimos, nadie está a salvo de tener que responder peticiones de principios
sobre moral cívica, sexual o religiosa formuladas bajo la fórmula de “no sé qué ideología profesa usted sobre
este punto”. Esta especie de pan-ideologismo que acaba por trocar como
objeto de resignada admisión aquello que debiera serlo de denuncia, que hace
llevadero lo ominoso y extiende un salvoconducto a la mentira, recuerda la
táctica del psicoanálisis, que hizo creer a las turbas semicultas que todos
somos perversos.
Habría que recordar la lección de Guardini: “ni la voluntad condiciona y fundamenta la
esencia de la Verdad, ni la Verdad está obligada a rendir pruebas ni sumisión a
la voluntad. La voluntad no crea a la Verdad sino que la encuentra ya creada”.
Al separar al bien de la verdad —y, con ello, a la voluntad de la inteligencia—
se acaba como en las viejas fantasías gnósticas, atribuyendo maldad a la
creación material y haciéndola obra del demonio. Con lo hace Carducci en el
inicio de su oda, cuando le atribuye al Maldito los más descomedidos títulos:
A te
dell’essere
Principio
immenso,
Materia
e spirito,
Ragione
e senso,
a los que luego agrega estos otros, para aderezar un poco
más su contumacia:
Re
dei fenomeni,
Re
delle forme.
Por enésima vez queda comprobado que los adversarios del
Creador, a más de ver ofuscada la luz de la razón natural —y en trágica
inconsecuencia no prevista por su rebeldía y orgullo—, acaban por ponerse
voluntariamente al servicio de algún señor. Y de aquel que es, de sus
desquicios, el remoto y primer ideólogo.
Flavio Infante
2 comentarios:
Hay ideologismos de toda clase: liberales, marxistas, nazis. Por eso hay que hablar siempre con la verdad, que es la relación en acto entre el enunciado y el objeto de la enunciación. Lo demás que se pueda decir es pura doxa, pura charlatanería...
Brillante artículo que muestra claramente las raíces filosóficas del desmadre actual. La evolución del pensamiento moderno y sus funestas consecuencias eran predecibles con exactitud milimétrica desde que se abandonó la Filosofía Cristiana forjada en el medioevo.
Pero la involución no ha terminado aún, faltan las fases finales de la descomposición. Las verán las futuras generaciones. Y difícilmente se pueda revertir.
GDL
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