LA CONCEPCIÓN POLÍTICA
DEL PADRE JULIO MEINVIELLE
El pasado 21 de mayo, el Presidente del INFIP,
Dr. Bernardino Montejano, en el marco del Homenaje al Padre Julio Meinvielle,
con motivo de los cuarenta años de su muerte, dictó una conferencia bajo el título
arriba anunciado. Reproducimos a continuación
algunos de los pasajes más salientes.
¿Por qué ese pensamiento político, condensado
en libros y artículos escritos hace ya muchos años tiene vigencia? Porque Meinvielle
es un clásico de la política, un renovador de la doctrina de los grandes pensadores
de la antigüedad y del Medioevo, en especial de Aristóteles y de Santo Tomás de
Aquino, un hombre que apunta a discernir los principios que rigen la vida política
y que tienen la misma permanencia que la naturaleza del hombre y de la sociedad.
Como destaca Monseñor Derisi […], “sabía llegar con rapidez y perspicacia al
punto esencial de las cuestiones… su inteligencia era a la vez clara, brillante
y de honda penetración”. Supo, con apoyo en la mejor tradición, “dar respuesta crítica a los problemas suscitados
en cada momento de la historia de nuestro tiempo”. Es muy importante no olvidar
todo esto en estos días, en los cuales el “complejo de descubridor” tiene tantos
adeptos, y crece la amnesia respecto de la historia. en círculos aparentemente
muy próximos […].
Meinvielle se ocupó de las circunstancias políticas
y mostró con valor y criterio independiente, sin caer en opciones partidistas,
la vigencia de la doctrina social de la Iglesia y su importancia para orientar
las soluciones concretas.
En su libro “Política Argentina 1949 - 1956”, y en numerosos artículos aborda
los grandes temas de la cultura, de la política, de la sociedad, del Estado, de
la economía, a partir de los problemas cotidianos, encarnando en forma paradigmática
la estampa de un hombre preocupado por la añadidura, sin perder nunca de vista
el reino de Dios y su justicia.
Su obra “Concepción
católica de la política”, comienza con una afirmación fundamental, que es
un eco del Evangelio: la política debe servir al hombre. Sin embargo, en nuestros
días y no sólo entre nosotros, esa política, como señala Ionesco, “se ha convertido en el medio más eficaz para
envenenar, desorganizar, enloquecer, volver la vida totalmente imposible”.
Como la política es una realidad práctica, necesita
un fundamento teórico, porque el obrar del hombre se apoya en el ser del hombre.
Por eso, es necesario partir de un verdadero concepto de hombre, cuya naturaleza
peculiar tiene necesidades materiales, morales, intelectuales y espirituales. Porque si se renuncia a la indagación ontológica
que permita discernir los principios políticos requeridos por esa específica naturaleza,
como tantas veces sucede hoy, “la inteligencia
desviada de su objeto propio, que es la consideración del ser, se mueve vertiginosamente
en el vacío, para encontrar una infinidad de entes absolutos que fabrica el hombre
y se llaman Estado, Derecho, Pueblo, Soberanía, Democracia, Libertad, Ciencia,
Humanidad, etcétera”.
Este vacío, y los ídolos en cuyo seno prosperan,
nos sumergen en esta política inhumana que padecemos, que envenena y enloquece
al hombre, y desorganiza su convivencia. Por eso urge recuperar esa indagación
ontológica que nos permita establecer las bases para restaurar una política humana.
Pero Meinvielle, como pensador político cristiano
consecuente, reclama más: una política cristiana, conforme a la vida sobrenatural,
que trasciende todas las exigencias de la naturaleza creada. La gracia eleva a su plenitud a la naturaleza,
sin destruirla, como en el mundo vegetal el injerto enriquece y transforma a la
planta base injertada.
El hombre cristiano es una “nueva creatura”,
una unidad que se proyecta en el ámbito de la familia, de la educación, de la
cultura, del arte, del derecho, de la medicina, de la economía, de la empresa,
de la política, etcétera […].
El Padre Meinvielle critica el “mito de la soberanía popular”, y se refiere
a nuestra época sombría, “fruto maduro de
aquella semilla que cultivó Rousseau y que hoy conocemos como el dogma intangible
de la Democracia… solución universal de todos los problemas”.
Los argentinos tenemos memoria frágil, pero todavía
recordamos las palabras del más ideológico de los presidentes que hemos soportado:
“con la democracia no sólo se vota, sino
también se come, se educa, se cura”, y los resultados concretos en el campo
de la economía, de la educación, de la salud. La Comisión Permanente del Episcopado
Argentino, en el año 2003, utilizó el argumento pragmático para evaluar las consecuencias
de nuestro régimen político, y el error de los dichos de Alfonsín: “Lamentablemente durante estos años, la democracia
recibida con tanto entusiasmo, no ha logrado resolver problemas tan vitales como
el trabajo, la alimentación, la salud y la educación para todos”.
No hay posibilidad alguna de sanear los regímenes
políticos, si no recuperamos la auténtica noción de pueblo. El pueblo existe si
existen hombres arraigados a Dios, a su tradición, a su familia, a su trabajo,
a su contorno geográfico, a su Patria. Hombres con interioridad, que sepan discernir
y juzgar por ellos mismos; que tengan conciencia de sus derechos, de sus deberes
y de sus responsabilidades; por lo tanto que sean capaces de una verdadera participación
en la cosa pública.
Muy distintas son las masas de nuestro tiempo,
de las que habla Meinvielle: “son sociedades
de esclavos, en las que la multitud trabaja para el goce de unos pocos que usufructúan
todos los privilegios; pero una multitud, por otra parte sin conciencia de sus verdaderos
derechos y de su verdadero bien, desorganizada, incapaz de exigir ni de reclamar
eficazmente nada, embrutecida y satisfecha con algunos desahogos, tales como el
sufragio universal… sus miembros son víctimas de los consorcios financieros internacionales,
los cuales después de haber corrompido las conciencias, acordando prebendas a
las personas influyentes de la colectividad, manejan por medio de éstas, la misma
cosa pública”.
Esto, escrito hace muchos años, no ha perdido
vigencia, y ¿no es acaso un ajustado retrato de nuestra actualidad? […].
Pero Meinvielle no se agota en la crítica, sino
también incluye un programa positivo para mejorar la vida política, que como un
eco de la convocatoria socrática, debe comenzar por la renovación y catarsis
del alma. Y si no se dan las condiciones
para la restauración de la cosa pública señala que “es preferible limitarse a una acción en lo religioso y social intensificando
la vida cristiana de las multitudes, consolidando los hogares cristianos, fomentando
las agrupaciones de trabajadores y las corporaciones de profesionales, estimulando
la autarquía económica del propio país, de suerte que todo este mejoramiento
que se vaya operando en la vida social acabará por mejorar la propia vida política”.
La autoridad estatal tiene importantes e indelegables
funciones y debe ser gestora del bien común, regulando, promoviendo y ayudando
la acción de los grupos infrapolíticos.
El Estado debe estar al servicio de la Nación
histórica. Aquí, distingue Meinvielle al primero, como el régimen político de
un pueblo, y a la segunda, como la totalidad de todas las fuerzas de la sociedad,
que vinculan un pasado a conservar y un futuro a construir.
En un capítulo de la citada “Concepción católica de la política”, estudia
el papel del Estado con relación a la familia, en la educación y en la cultura,
en la economía, y en su inserción en la comunidad internacional.
Finaliza el mismo abordando el tema de las relaciones
entre el Estado y la Iglesia, y afirma que los deberes recíprocos “se han de armonizar por medio de un régimen
concordatario estipulado entre la Santa Sede y los respectivos gobiernos. La separación
es inadmisible en tesis, y en las hipótesis corrientes. La unión substancial,
tal como la conoció la Edad Media, por la plena subordinación de lo temporal a
lo espiritual, es imposible por el desquicio que en las conciencias y en las
instituciones ha sembrado el virus liberal. Sólo es posible, entonces, que ambos
poderes se pongan de acuerdo y traten de armonizar sus intereses en un concordato”
[...].
Aunque a veces, el Padre Meinvielle se equivocara
en diagnósticos políticos particulares, por error en la apreciación de las circunstancias,
y por cierta dosis de ingenuidad, que no le faltaba, esto no obsta que en general
fuera ejemplar su modo de encarar la realidad cotidiana a la luz de los principios
permanentes.
Como hombre, como argentino y como sacerdote,
no fue amigo de las medias tintas, de las ambigüedades, tan frecuentes en nuestros
días. Lo que pensaba, lo decía, con veracidad, valor y firmeza.
Sólo un valiente podía escribir en el año
1950: “el contraste entre la concepción
cristiana y la peronista acerca del Estado no puede ser más significativa. Porque
mientras aquella descansa en la dignidad del hombre singular, ésta se erige en
función del hombre masa; la Argentina de ayer tenía las tres lacras del capitalismo,
del liberalismo y del laicismo; la de hoy tiene además otras tres que son el colectivismo,
el totalitarismo y el fariseísmo”.
Y si en plena época de la dictadura de Perón,
que en esa época no era el “león herbívoro”,
que se proclamó a su retorno, Meinvielle reivindicó la libertad y la dignidad
del hombre, en el año 1956, en medio de la euforia liberal, insistió en la primacía
del bien sobre la libertad: el bien que perfecciona al hombre “condiciona no sólo las acciones del obrar
individual, sino también del obrar social que constituye el orden jurídico”.
Contraponer libertad y orden jurídico sin hacerles
depender de una más alta realidad unificadora que es el bien, “es entregar a las sociedades a un perpetuo
oscilar entre el liberalismo que disocia y subvierte y el despotismo que absorbe
y aniquila”.
Como un eco auténtico
y fiel del Evangelio, enseña que “mientras sólo la Verdad hace libres a los pueblos,
la ignorancia y la mentira, aunque muy ilustradas, los convierte en canallas y
miserables”.
Critica a la Constitución de 1949 por no contemplar
suficientemente a la dimensión cultural del hombre: “al renunciar a la profesión franca de la Verdad y al erigir, al menos
en apariencia, el mito de la libertad como supremo valor humano, la vida intelectual
y cultural pierde su significación primera en la escala de valores. El «homo sapiens»
es desplazado por el «homo faber». Y sin embargo, sólo la sabiduría merece valor
sustantivo”.
Preocupado por la anemia de nuestra capacidad
vital y el empobrecimiento en todos los órdenes religioso, cultural, político y
económico, postula un nacionalismo abierto al ideario de la hispanidad y de la
cristiandad, entendiendo que el mismo nos es valioso, “en la medida en que sabemos incorporarlo a nuestro suelo y sangre”.
Entre el chauvinismo estúpido y el cipayismo
simiesco, defiende el término medio superador expresado por Antoine de
Saint-Exupéry: “Guardad vuestra forma,
sed permanentes como la roda de la proa de la nave y lo que tomáis del exterior,
transmutadlo en vosotros mismos a la manera del cedro”.
Recuerda que el gobierno es obra de la inteligencia,
pues requiere idoneidad y rectitud, “porque
gobernar es poner orden en la complejidad de las realidades sociales para que
haya estabilidad y paz”.
Secundariamente, exige cualidades accesorias
que aquí, se han transformado en principales: “viveza, fuerza, habilidad, elocuencia”, y cuyo ejercicio sin mesura alguna,
soportamos los argentinos todos los días […].
Meinvielle vivió una permanente inquietud por
la Argentina del futuro. Su afán docente, la fundación del Colegio de Estudios
Universitarios, de los Scouts Católicos, del primer centro de la Juventud Obrera
Católica, del Ateneo Popular de Versailles, son pruebas de ello. Y se preguntaba temeroso: “¿Qué será mañana de nuestra patria, cuando
entren en la vida pública jóvenes sin ninguna formación intelectual y moral y
sin otro afán que el de enriquecerse y divertirse?”
¿No es acaso el retrato de nuestro vicepresidente
y de toda la cáfila de muchachones que han tomado por asalto los cargos públicos,
con el único objetivo de medrar con ellos?
En la cuarta semana nacional de estudios de
los asesores de la Juventud Obrera Católica, el Padre Carlos Mackinnon denunció
“que entre nosotros se han boicoteado los
institutos de cultura católica”; y ante esa denuncia Meinvielle precisó: “la raíz del mal está en que entre los clérigos
no se le da importancia a la cultura. El intelectual es mirado como un tipo raro;
por eso no sólo no se apoyó a los Cursos de Cultura Católica, sino que se contribuyó
a hundirlos”.
Meinvielle fue siempre un hombre culturalmente
relevante. En 1999 Monseñor Antonio Marino, y el hoy nuestro arzobispo Mario Aurelio
Poli, publicaron el Libro del Centenario del Seminario de Villa Devoto y en él
colaboró Monseñor Carmelo Giaquinta para quien irse a Roma en 1949 dice que le
hizo muy bien, porque aquí vivía ahogado, en una Iglesia ahogada… por el nacionalismo,
ya que ese ideología “encerraba a la Iglesia
en sí misma, manteniéndola en permanente posición de defensa y ataque frente al
mundo. Si bien en el nacionalismo católico militaban notables figuras (Castellani
y Meinvielle, a quienes debo tanto) y pregonaban valores fundamentales, tenían
una visión miope de la realidad y, sobre todo, de cómo evangelizarla. ¡Qué liberación
cuando llegué a Roma! Y encontrarme con Pío XII”.
¡Castellani y Meinvielle, dos visiones miopes
de la realidad! ¡Pedazo de infeliz! Es
evidente que si pretende contraponer las nobles figuras de Pío XII y de Meinvielle,
ambos hombres cultísimos, quiere decir que no entendió a ninguno de los dos. Además,
¿quién recordará a este pobre hombre dentro de cuarenta años? ¿Quién recuerda
hoy su aguda mirada que supo tan bien superar la misión miope de la realidad?
¿Dónde están los frutos de su evangelización?
Nuestro sacerdote era un patriota y un hombre
de bien; por eso, señalaba que “lo necesario
e imperioso es salvar a las generaciones juveniles argentinas que quieren la enseñanza
y el ejemplo de sus hermanos mayores”.
Han transcurrido cuarenta años de su muerte y
con su memoria estamos en deuda los argentinos. La Iglesia argentina y la civilidad
argentina no le han rendido el gran homenaje debido a su vida y a su obra.
El otro día, al abrir por casualidad un libro,
de la biblioteca que nos legara, leímos en la dedicatoria: “al Padre Julio Meinvielle, martillo de herejes”. Sí, martillo de
Maritain, de Teilhard de Chardin, de Karl Rahner, y aquí agregamos su nombre para
no confundirlo con el gran historiador de la Iglesia, y que creemos fue su hermano,
Hugo Rahner.
A quien “edificó
una catedral”, según el comentario del Cardenal Copello al conocer la iglesia
de Nuestra Señora de la Salud, en el barrio porteño de Versailles, no se le puede
responder con homenajes de capilla. Y menos sepultarlo en el silencio del olvido.
La gratitud, parte potencial de la justicia, fue incluida por Santo Tomás entre
las virtudes de honestidad. Saquen los máximos responsables y saquemos también
nosotros nuestras conclusiones.
Bernardino Montejano
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