sábado, 28 de julio de 2007

España: la persecución religiosa de 1936 (II)


LA REALIDAD, LA EXTENSIÓN Y LA PROFUNDIDAD

DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA

Parecerá extraño, pero hay que empezar por afirmar la realización auténtica de la persecución religiosa en España durante la Guerra Civil del 36, y concretamente en “zona roja”. Realidad que se extiende a la espectacularidad de las “sacas” colectivas, al número y calidad de las víctimas, a la crueldad y ensañamiento por parte de sus verdugos, a las causas y condicionantes de las muertes de los victimados de toda edad, sexo y categoría social y jerárquica.

A este respecto, y como testimonio de excepción nada sospechoso traemos a colación las palabras de Salvador de Madariaga: “Nadie que tenga a la vez buen fe y buena información puede negar los horrores de esta persecución. Que el número de sacerdotes asesinados haya sido dieciséis mil o mil seiscientos, el tiempo lo dirá. Pero que durante meses y aún años bastase el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte ya de los muchos tribunales más o menos irregulares que como hongos salían del pueblo popular, ya de revolucionarios que se erigían a sí mismos en verdugos espontáneos, ya de otras formas de venganza o ejecución popular, es un hecho plenamente confirmado. Como lo es también el que no hubiera culto católico de un modo general hasta terminada la guerra, y que aún como casos excepcionales y especiales, sólo ya casi terminada la guerra hubiera alguno que otro. Como lo es también que iglesias y catedrales sirvieran de almacenes, mercados y hasta en algunos casos de vías públicas incluso para vehículos de tracción animal…” (“España. Ensayo de Historia contemporánea”, México - Buenos Aires, 1955, págs. 609-610).

Por otra parte, la misma prensa roja, no se ocultó de manifestar sus intenciones, propósitos y realidades sangrientas e iconoclastas. “La Vanguardia”, de Barcelona, del 2 de agosto de 1936, publicaba ya una afirmación escueta de Andrés Nin, jefe del Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.): “La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente, no dejando en pie ni una siquiera”.

Por su parte “Solidaridad Obrera”, de Barcelona también, en su número del 15 de agosto publicaba en cabecera, y con gruesos titulares: “¡Abajo la Iglesia!”. Y como subtítulos, elocuentes y expresivos, añadía: “Treinta siglos de oscurantismo religioso envenenaron las mentes del pueblo español”. “La Iglesia se ha caracterizado siempre por su sentido reaccionario”. “El cura, el fraile y el jesuita mandaban en España. Hay que extirpar a esta gente”. “La Iglesia ha de ser arrancada de cuajo de nuestro suelo. Sus bienes han de ser expropiados”. Ya en el texto, se explayaba en estos términos: “La Iglesia ya de desaparecer para siempre. Los templos no servirán más para favorecer las alcahueterías más inmundas. No se quemarán más blandones en aras de un costal de prejuicios. Se han terminado las pilas de agua bendita”.

“No existen (ya) covachuelas católicas. Las antorchas del pueblo les han pulverizado. En su lugar nacerá un espíritu libre que no tendrá nada en común con el masoquismo que se incuba en las naves de las catedrales. Pero hay que arrancar a la Iglesia de cuajo. Para ello es preciso que nos apoderemos de todos sus bienes que por justicia pertenecen al pueblo. Las órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y sacerdotes han de ser fusilados. Y los bienes eclesiásticos han de ser expropiados”.

No es, pues, de extrañar el que las turbas, alentadas con tales soflamas periodísticas, se lanzaran a la calle a poner por obra las consignas de sus mentores y dirigentes revolucionarios. Así, José Díaz, secretario de la III Internacional, en un mitin celebrado en Valencia el 5 de marzo de 1937, podía afirmar con seguridad: “En las provincias en que gobernamos, la Iglesia no existe. España ha sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia en España está hoy aniquilada”. Por su parte “Solidaridad Obrera” del 28 de enero de 1937, confirmaba: “No les queda un altar en pie. No existe un títere con cabeza de esos que colocan en los retablos. No quedan apenas feligreses”. “¿Quiénes han caído bajo el lazo de la justicia popular? —tronaba altisonante y retador— el “Órgano del Frente Aragonés”, antiguo diario “Orientación Social”, de Huesca—. Los curas que en la sombra urdían y tramaban el aniquilamiento del pueblo… Los caciques, mil veces odiados y odiosos, que, envenenados por el curato, ponían todo su dinero al servicio de la traición. Dejad a ese pueblo, dejadlo con su soberana justicia, que él sabrá dar buena cuenta de los facciosos…”

“…militares, políticos, antigua y arqueológica aristocracia y miembros de la Iglesia retrógrada, todos juntos, en montón de infamia, han de caer en la misma maldición, y la justicia de la República, sin desmayos, implacable, serena, hará oír su voz y su sentencia inapelable”.

A la distancia de un mes tan sólo de la actuación de esta justicia popular, en cumplimiento exacto de esa sentencia inapelable, habían sido ejecutadas ilegalmente, tan sólo en Madrid, más de veinte mil personas. Este dato fue confirmado por el mismo Galarza, ministro de la Gobernación, quien hubo de frenar la ola de terrorismo que desbordaba ya las ambiciones más sanguinarias y ponía en peligro y en entredicho la razón de la lucha y la seguridad de la victoria republicana. Esta misma realidad insostenible es constatada por el prohombre de la C.N.T. Juan Peyró, que afirma y confiesa la monstruosidad del terrorismo imperante en la zona roja: “…ya no se trata de saber si esos crímenes los cometen hombres de tal o cual sector. Lo interesante sería que nos decidiéramos a acabar con esa danza macabra de todas las noches, con esa procesión de muertos, que, señalándonos ante el mundo, nos acusa de la misma ignominia que las gentes honradas acusan a los fascistas… Una civilización, por malvada que haya sido, no puede ser suplantada por el salvajismo de unas hordas carniceras”.

El dato global de estas matanzas inaugurales de la revolución roja, de las que la Iglesia, en sus ministros y en sus fieles fue la víctima propiciatoria, es confesado, pues, por los mismos actores de la tragedia. Tal vez, para dar una apariencia legal a tales matanzas, el gobierno republicano procedió a la creación, por decreto, de los famosos tribunales populares, llevaba a cabo el 24 de agosto de 1936. Este decreto concedía atribuciones para juzgar delitos por rebelión, sedición y atentados contra la seguridad del Estado. Estaban integrados por tres funcionarios judiciales como jefes de derecho y catorce jurados, designados por los partidos del Frente Popular y organizaciones sindicales afectas al mismo. Sobre la catadura moral y humana de muchos de esos jefes y jurados pronto la conoceremos por los hechos. Por de pronto, el gobierno republicano, a través de su Fiscal General de la República, en una circular a sus subordinados, daba la motivación doctrinal de su medida y su decreto: “La República es un régimen de justicia y la justicia emana del pueblo…; si ese pueblo noble y grande está dando su vida por un régimen de libertad y de justicia, démosle la justicia que él quiere que le sea dada con el ritmo y el tono que nos marque”.

Tanto el régimen de libertad y justicia popular, como el ritmo y tono del mismo, pronto vamos a verlo retratado, con toda veracidad y crudeza, en los hechos de las matanzas colectivas.
Ángel García.

Nota: Tomado de su libro “La Iglesia Española y el 18 de Julio”, ediciones Acervo, Barcelona, 1977.

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