EN EL QUINTO ANIVERSARIO
DEL PADRE
PABLO FRANCISCO BRUERA
Por un decreto —inaprehensible
como los suyos todos— del Dueño de los humanos destinos, hace cinco años
nos dejó huérfanos a sus feligreses el Padre Pablo Bruera.
Destacó por un conjunto de notas hoy
arduas de rastrear, de cuya reunión resultó un carácter eminente, como lo son
aquellos en los que cielo y tierra (dones celestes y naturales) se concitan. Es
decir: la gracia coronando a la natura, confiriendo a la criatura ese sello
sobrenatural que ni el ojo ve ni el oído oye a tiempo, pero que cimbra todo de
golpe en la repentina ausencia, como en Emaús.
Apenas doctorado en teología en Roma,
había preferido a su vuelta un destino como párroco rural, y así se le
concedió: las cuatro parroquias de cuatro distintos pueblos del sur santafesino
(Salto Grande, Lucio V. López, Luis Palacios y Colonia Medici), que atendió
durante catorce años, hasta su muerte. Tuvo a la vez tres cátedras a su cargo
en el Seminario Arquidiocesano de Rosario, lo que lo obligaba a devorar leguas
al volante casi a diario. Estas sobreexigencias y otras cargas que tuvo a bien
llevar —dirección espiritual, predicación de retiros, defensoría del
vínculo en los casos en que era convocado el tribunal eclesiástico pidiendo la
nulidad de un matrimonio, etc.— fueron haciendo, hacia el final,
ostensible mella en su salud física, no así en su disposición al deber.
Ahí estaba este hombre sereno y singular
que, a instancias de los usos más recientemente admitidos, sin la talar ni el
clériman, derramaba sin embargo la más cristalina ortodoxia por sus labios.
Que, firmemente arraigado en la tradición nuestra, desmentía la supuesta
honradez del activismo con la doctrina de la excelencia de la vida teorética, y
desafiaba el dudoso punto de honra a que se aferra tanto afanoso mequetrefe
afirmando que la condición del “hombre de negocios” es la del estúpido
incurable. ¿O acaso puede alguien, en su sano juicio, negarse al ocio? Y que,
poco afecto a patetismos, sobrio como siempre en su tono, pero libre para
llamar a las cosas por su nombre, afirmaba que “hay que ser muy mediocre
para ser promovido al orden episcopal”.
Cultivó una exquisita piedad
eucarística, que supo a su vez inculcar a los suyos. Tuvo el don de la palabra
y el don del silencio, y muy seguramente el don de lágrimas. Los necesitados
que acudían a él no se volvían nunca vacíos: los auxiliaba con el consejo, con
la presencia y aun con el dinero, del que no llevaba ninguna gravosa
contabilidad. Era realmente un gusto conversar con él, y fue un auténtico
pacificador de conciencias.
Su caso refleja un drama actualísimo
en el mundo y en la Iglesia, o, para más abundar, en el mundo moderno y en la
Iglesia de Laodicea: el de aquel que, ceñido de atributos de arriba, debe habérselas
con la quiebra moral del hombre-masa que no le perdona su plenitud. Porque en
la sociedad contemporánea y, ¡ay!, en la Iglesia mundanizada, el peor crimen
consiste en la dote del genio, y lo que el vulgo más detesta —incluido el
vulgo clerical— es al portador de aquel bien no comerciable. No hace
falta describir a qué punto nos llevaron tantos años de propaganda igualitaria,
de procaz revesamiento de las jerarquías. Amparados en lo numeroso de su
condición, en complicidades las más sombrías, los viles encaramados la
emprenden contra toda sombra de magnanimidad que reconozcan en su ámbito. Son
envidiosos como el Malo, in-videntes:
no ven porque han disminuido voluntariamente el alcance de su mirada, y se han
hecho, en consecuencia, incapaces también de admirar.
El padre Pablo supo repetir, a este
respecto, aquel epígrafe que Castellani le estampó a su “Ruiseñor fusilado”: te
tiran porque cantas / y eres blanco seguro.
Él también, como Verdaguer, debió sufrir muy entrañablemente la carga del don
que llevaba y la malevolencia que esto suscitaba, las dentelladas furtivas, el
fastidio de ser garroneado una y otra vez por los tartufos. Sólo así se explica
la criminal levedad con que se lo metió en la exprimidora de talentos y el poco
apremio, una vez muerto, en recuperar su obra y su memoria. Mientras otros
curas de la arquidiócesis editan centones de máximas de Gandhi y Luther King,
las carpetas de las clases de patrología que Bruera daba en el seminario,
urgidas de rescate y publicación, descansan a buen recaudo. Si es cierto que en
vida él buscó el apartamiento, no menos justo y cabal es, consumado que hubo su
sacrificio, recobrar su magisterio y hacerlo público: la vela es para ser
puesta sobre el candelero.
Ocupado hasta el desgaste en los asuntos
propios de su ministerio, también en esto estriba su lección, cuando el tono
general de nuestra época viene dado por la desafección de cada quisque a sus
menesteres específicos. No es ésta peste circunscrita a tanta madre de familia,
a la que angustia el permanecer en su casa ocupándose en el cuidado de la
prole, no: la crisis de fe ha persuadido a muchos clérigos a creer que sólo en
tanto y en cuanto convoquen y encabecen comisiones serán justificados. Es la
manía de la pastoral. En palabras de Romano Amerio, “quien tiene el poder de
producir sacramentalmente el cuerpo del señor y de remitir los pecados, mudando
el corazón de los hombres, ¿cómo puede sentirse menoscabado (por su fidelidad
al ministerio) sin padecer ofuscamiento en el intelecto y eclipse de fe? Este
sentimiento de inferioridad nace de haberse despojado el sacerdote del sentido
esencial del sacerdocio, que es el de darle lo sagrado a los hombres, y de
tomar el estado sacerdotal a la medida de cualquier otro estado, como aquel en
que el hombre busca su propia realización y su propia promoción en el mundo”. De allí aquella nueva forma de clericalismo que denunciaba Sacheri
en alusión a los curas “tercermundistas”, pero que puede extenderse a muchos
casos en apariencia más inocuos: “una vez desvirtuado el ministerio en su
espíritu, su ejercicio tiende a borrar la sabia distinción entre el orden
espiritual y el orden temporal; el abuso de poder reside no sólo en corromper
la esencia sobrenatural de la misión, sino también en invadir un orden de actividades
que exceden su competencia específica”.
Huelga agregar (se comprueba hasta el hartazgo) que de la secularización del
sentido del sacerdocio a los escándalos hay una gradación imperceptible.
De este peligro actualísimo se vio libre
el Padre Pablo, revestido con la armadura de la fe a instancias de la
perseverancia en la oración, según aquello de lex orandi, lex credendi. Murió en un accidente automovilístico, a sus cuarenta y seis años,
un 25 de julio, fiesta de Santiago el Mayor y memoria de San Cristóbal. Como sea que, de no mediar un milagro de la misericordia de Dios, los prevaricadores serán llevados a la otra orilla
por Caronte, es piadoso suponer que él haya sido conducido por aquel cristóforo que llevó sobre sus
hombros al Divino Niño.
Flavio Infante
4 comentarios:
http://prensaelalgarrobo.blogspot.com.ar/2012/07/mineria-k-violencia-persecucion-y.html
POR FAVOR DIFUNDIR URGENTE
Demos gracias a Dios por el don de este sacerdote fiel. Que desde el Cielo interceda por la Iglesia y la Argentina.
Mario Caponnetto
“hay que ser muy mediocre para ser promovido al orden episcopal”.
Triste verdad la del Padre Bruera. Antiguamente los Obispos eran los mejores de los mejores, sabios y santos.
Ahora lamentablemente, parece que el Vaticano se ha convertido en una unidad basica y se elige lo peor.
Murió en un accidente de tránsito, ni los curas se salvan.
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