LA NECESIDAD DE UN JUICIO CATÓLICO
Ha sido noticia en estos días de mediados de
abril, la carta que un periodista le mandó al Papa Francisco quejándose de la
nueva y condescendiente recepción que le tendría preparada en Roma a Cristina
Kirchner. La misiva no decía sino lo
obvio, y por eso mismo no reclama mayor detenimiento ni ponderación. Y lo obvio, claro, es que no puede resultar
edificante para la salud de la nación constatar, una vez más, la encumbrada
aquiescencia eclesial hacia una de las figuras más corruptas y degradadas de la
vida pública argentina.
Maestro consumado en el milenario artilugio
vaticano de fugarse por la tangente, el destinatario de la epístola elogió su
modo suave, su envase conciliador y su manso cuanto democrático estilo; pero ni
una palabra quedó dicha sobre la gravísima e ineludible cuestión de fondo. Y maestro consumado al fin en todas las
defecciones, el aparato periodístico argentino y el universo ideológico entero,
al unísono, no hicieron otra cosa más que elogiar boquiabiertos la humildad del
Padre Jorge. El uno y los otros acabaron
como debían, funcionales al mantenimiento del sistema. Porque si es un pecado usar lo sacro —o lo
que es tenido por tal en términos generales— para sostener lo más vilmente
profano que se conozca; también puede constituir un pecado prestarse al juego
del uso y de las adulaciones recíprocas.
El episodio, por lo mismo, interpela a la genuina
conciencia católica; y si algún servicio pudiera prestar su desenlace es que
los bautizados de a pie se pregunten, de una vez por todas, qué espera la
Jerarquía de la Iglesia para definirse virilmente frente al horribilísimo
estado de putrefacción política que estamos presenciando.
Si esos católicos de a pie —nosotros, los
primeros— se contestaran que no cabe esperar definiciones viriles de quienes
han perdido el noble oficio de definir y de ser varones, deberían entonces
trasladarse la pregunta a ellos mismos.
No para que la responda cualquiera, al modo de un remozado y trágico
libre examen, sino para escuchar la voz perenne de los maestros.
En 1937, el inolvidable Padre Julio Meinvielle
editaba un opúsculo titulado “Un juicio católico sobre los problemas nuevos de
la política”. En rigor, lo primero que
se advierte al leerlo, es que no hay propiamente una dificultad novedosa, sino
lo viejo y cansino bajo el sol. Pero
que, novedosa o antañona, esa problematicidad exige un juicio católico que la
dilucide y permita obrar en consecuencia.
Meinvielle, si se nos permite la síntesis para
trasladarla al presente, desdobla ese juicio en un aspecto teórico y en otro
práctico. El práctico es que, dado que
al mal del liberalismo “hay que añadir la democratización de la función pública
[...], el sufragio universal en sus escuelas de comité es el instrumento para
que pueda escalar al poder la casta de los que viven de la política”.
Abóquense, pues, al electoralismo, quienes quieran
medrar de la catástrofe patria. Es toda
de ellos la puja de partidos, los recuentos de votos, las bocas de urnas, las
boletas ajadas, los candidatos cortados con la misma tijera del régimen
abyecto. Quienes se sientan libres de
incurrir en este probado callejón sin salida, no tienen la opción del
abstencionismo sino la obligación de dar batalla.
El aspecto teórico del juicio es más valioso, si
cabe; puesto que la contemplación ha de tener siempre la primacía sobre el
obrar. Meinvielle nos plantea la opción
de la lucha, como quedara dicho. Mas “lo
tremendo de esta lucha —nos dice— es su carácter metafísico: se traba en las
entrañas mismas del ser”. O elegimos el
individualismo egoista de pertenecer a nosotros mismos; o elegimos pertenecer
al Anticristo; o elegimos someternos a la Ley de Cristo, bregando y actuando
por el orden social cristiano.
No tenemos el poder del mundo, pero poseemos algo
más valioso: las entrañas mismas de nuestro ser. Las propias; esto es, la de quienes queremos
seguir siendo católicos; y la de las legiones incontables de santos y de
mártires que nos han precedido. Esas
entrañas están inmunes a los pinzamientos homicidas de apóstatas, heresiarcas o
vulgares felones. Porque laten de amor
por Jesucristo Rey y por la Patria Argentina.
Antonio Caponnetto