lunes, 22 de octubre de 2018

Editoriales


LA TENTACIÓN POPULISTA

Se ha dicho, con mucha razón, que no hay nada más pernicioso y mortal para una sociedad que perder el “sentido del enemigo”. Esto es, descuidarse o engañarse acerca de quién es el enemigo, lo cual resulta más peligroso que equivocarse respecto del amigo.

Los argentinos excepto su reserva auténticamente nacionalista se han pasado este último medio siglo equivocándose sobre sus enemigos. En todo caso, se trata de errores heredados, gestados en tiempos liberales, que se han vuelto como dogmas obsesivos en la inteligencia de las actuales generaciones.

Resulta alucinante que la izquierda, receptora de aquellos errores pues es ella la que se ha equivocado y la que ha equivocado al país los eleve a la condición de dogmas y los imponga hasta la asfixia, con una intransigencia brutal que no vacila en llegar a la tiranía. Hoy todos estos dogmas han devenido fórmulas políticas y jurídicas que rigen nuestra convivencia social y, peor aún, nuestra conducta histórica, y se están aplicando al país en una especie de terrorífica terapia al revés.

El populismo es el último error vivo. Mejor dicho, es una suma de errores, de todos los errores de toda la izquierda. Y de quienes no son de izquierda, pero los aceptan porque la izquierda es la única alternativa válida. Tenemos entonces, que el populismo es, en primer término, un error democrático. El populismo cree que la verdad viene del pueblo y, más aún, que “el Pueblo es la Verdad”. Este primer supuesto de su credo no le impide, de ninguna manera, engañar ni expoliar a ese “buen Pueblo-Dios”, como hizo siempre.

También supone el populismo que la política es una cuestión de buena voluntad, de voluntarismo puro, de intuiciones carismáticas, de corazonadas. Se niega a reconocer el valor de las leyes políticas, la objetividad de determinados procedimientos, el alcance de los principios. Cree implícitamente que una buena intención equivale a una buena conducta y que basta querer para conseguir. De este equiparar realización con declaración no hay más que un paso, que el populismo se apresuró a dar desde el primer momento de su existencia.

De hecho, el peronismo última expresión instalada del populismo no fue más que eso: un conjunto de declaraciones contundentes pero vacías que fueron condicionando a la opinión pública hasta llevarla a la auto-exaltación. Y lo que de aquél decimos cabe aplicar a sus hermanos, los radicales, y a sus variados subproductos “social y democristianos”.

El populismo es así: superficial, improvisado, banal, incrédulo, impreciso, exitista, falsario y, acaso, un poco sentimental. Dice lo que a los argentinos les gusta que se les diga. Que se alcanzará una gran nación casi sin esfuerzo (el único esfuerzo lo desplegará el dogma), y que se gozará de un orden justo casi sin proponérselo (por la sola mecánica del dogma), y que a la Argentina le basta para alcanzar sus supuestos destinos de país Libre, Justo y Soberano, con seguir al dogma.

He aquí al enemigo de la Nación. Una tentación tan vacía como equívoca, tan frívola como inútil, tan peligrosa como taimada. Que no tiene más límite que sus necesidades o contradicciones. Que pone como fin del Estado el bien del partido ocasional y de la oligarquía que lo usufructúa. Que es fuerte por su flexibilidad y por aquellas razones que hacen la debilidad o la imposibilidad de cualquier política seria: la falta de ideas y de objetivos, y que se cree orgánico porque puede detentar el poder.

El populismo está, por lo tanto, fuera de las circunstancias, no porque las trasciende sino porque las elude. Y así es como la realidad destroza al populismo con la misma fatalidad con que el populismo destroza al país. Pero, por cierto, no se halla solo en esta extraña empresa de pensar y actuar contra la Nación. Lo acompañan la democracia, los democráticos, los electoralistas, “las instituciones” y los institucionalistas a medida de éstas. Todos ellos son los enemigos de la Argentina, desde la izquierda asesina hasta la derecha suicida y, claro, el “nacionalismo” ramplón y miope.

Se trata de un enemigo que está dispuesto a terminar con el país, objetivo que puede lograr a corto plazo porque cuenta con los recursos para ello (hasta podría contar con el Estado) y, además, con los aliados necesarios: las ideologías, los mitos, la falta de ideas claras, los malos hábitos, el olvido de la virtud, las apostasías encubiertas o no, las traiciones y las debilidades. Y también con la inflación que nos estraga, la decadencia que nos humilla, el terror que nos desconcierta, los judíos que nos explotan, los brasileños que nos amenazan y los intelectuales que nos corrompen. Para ninguno de éstos, ni el populismo ni la democracia tienen respuesta válida o acertada. Sólo la magia, la ceguera y la mudez. Nunca como ahora la Nación necesita de héroes y de santos. Si no los tiene, la Patria está perdida.

Nota: este Editorial ha sido tomado de la Revista “Cabildo”, segunda época, Año I, Nº 5, 8 de febrero de 1977.

viernes, 12 de octubre de 2018

Como decíamos ayer


RAZÓN DE LA ARGENTINA

“Un país sin jefe, un país sin poeta,
Un país que se divierte, un país que no se respeta,
Un país corajudo y bravo para jugar a la ruleta”.
L. Castellani

Tal vez, si una política nacional consistiese en repartir juguetes, multiplicar impuestos y respetar a la vez los exámenes tomados por los cesantes Ortega Peña y Duhalde como los planes económicos de Gelbard, los habitantes de esta tierra a la vera del árbol de Navidad “más grande del mundo” podríamos descabezar un sueñecito confiado en el umbral de 1974.

Pero si una política para la Nación, como sospechamos, es más que eso o no es nada de eso, si debe resultar una actitud ante lo más entrañable de nuestra existencia colectiva, entonces, a la hora del examen de conciencia, debemos retroceder a la pregunta previa sobre cómo entendemos nuestra razón de ser nacional.

Hay sobre esto una respuesta oficial. Con pesadumbre, anotamos que es insatisfactoria, errónea y extraviada.

Se nos dice, con tal insistencia que da margen a considerar el tema como principio fundamental de la actual política justicialista, que el mundo marcha hacia un mando único, universal, que borre fronteras en definitiva ilusorias, previa una etapa de integración continental; al mismo tiempo, se agudiza la falta de recursos naturales, especialmente alimenticios, hasta ahora despilfarrados; el papel de la Argentina en ese mundo que marcha hacia la unificación es adoptar una “economía ecológica” que le permita negociar con ventaja su producción de alimentos, y ganar así el favor de los nuevos amos.

Sería muy fácil desenterrar escritor y discursos del caudillo justicialista que dijesen exactamente lo contrario de lo que hasta ahora. Bastaría señalar que el destino asignado a nuestro país en ese planteo, reduce a polvo su soberanía política, principio canónico de la doctrina justicialista que ésta junto con los de libertad económica y justicia social tomó literalmente de una organización nacionalista allá por los años fundacionales. Que el continentalismo de vago signo y difuso contenido que se da como paso al mundialismo prometido, poco tiene que ver con el sentido de afirmación hispanoamericana que Perón, antes de 1955, proclamó en excelentes piezas oratorias. Que dicho mundialismo final más se parece al descripto en los documentos sinárquicos siendo, extrañamente, que también una confusa sinarquía es fulminada en documentos oficiales que a una comunidad cristiana de estados soberanos, única forma de “universalismo” válida para nosotros en razón de historia y estirpe.

Pero tales antologías de Perón contra Perón, que su facundia hace imposible mantener al día, resultan tan ingenuas como inútiles. Por lo demás, tampoco Perón  posee solitariamente la virtud de dejar en suspenso el principio de no contradicción: todos los políticos sucedidos en 1955 a 1973 cultivaron con generosidad al arte de los vuelcos, brincos, penduleos y agachadas.

El justicialismo, más allá de su fraseología oportunista sobre el mundialismo, y en contradicción con ella, debe reconocer la fuerza unitiva y el valor político dinámico de lo nacional. Así, el profeta del universalismo ecológico realiza un acto especial en la casa de gobierno para honrar a un futbolista que ha demostrado el coraje cívico de rechazar el ofrecimiento de jugar para el club extranjero. También es un tópico de la propaganda oficial la “Argentina Potencia”.

Si, como decíamos, en lo que se entiende superficialmente por política es usual ejercitar borratinas de codo de lo que se escribió con la mano, es también cierto que lo que no es opinable, mudable o susceptible de tal manoseo es nuestra razón y nuestro destino como Nación. No basta invocar a la Argentina potencia, cuando se cifra la potencialidad argentina en la propina que obtendremos por dar de yantar a los vencedores de la próxima crisis. No basta pensar que seremos felices porque tendremos de comer, como se nos insinúa. Ese ideal del país gordo y cómodo, biológicamente suficiente, con riqueza de bienes materiales bastante como para asegurar una vida sin sobresaltos, que hoy se nos pinta como apetecible es, en definitiva, el ideal de las factorías, con su opulencia aparente y su miseria de raíz. Con la diferencia en nuestra contra que en el mundo actual ya no caben factorías ricas. Seremos, en definitiva, una colonia pobre, atontada con las diarias charangas de la “liberación”.

No sabemos, a ciencia cierta, qué razones mueven la prédica de este extraño mundialismo. Quien rastree con paciencia los textos, tal vez encuentre un eco determinista de vago corte hegeliano y un rastro de la prédica del gobierno universal de Toynbee. Por sobre todo esto, una pretensión de haber develado los enigmas del futuro de la humanidad y de la evolución del universo, que suena a revelación masónica.

Sean cuales fueren esas razones ocultas, los nacionalistas levantamos frente a ellas la única razón válida, la razón de la Argentina. Creemos que la vida de los pueblos, como la de los hombres, es una milicia. Que en su ejercicio, los pueblos, como los individuos, fraguan su destino, trágico u oscuro, heroico o mezquino. Que un pueblo edifica una nación cuando convierte en norma de vida el cumplimiento de ese destino en lo universal. Que la decisión de asumir ese destino es irrepetible como oportunidad histórica. Que ese destino convertido en norma nacional se realiza a través de un estilo de vida, que es el que da carácter, originalidad y grandeza a un pueblo. Que si esa norma no se asume o ese estilo se traiciona, las naciones se diluyen, faltas de sustancia y de autenticidad, en la indeterminación de lo universal y son sojuzgadas por otras naciones.

La Argentina tuvo, y tiene abandonada, una misión en el mundo. Es la de preservar, en medio de la servidumbre del poder del dinero, los valores de la cultura clásica y latina con que España la fundó, actualizándola y enriqueciéndola con el propio sentido creador de sus gentes. Para eso, y no para fomentar holgazanes, usureros y vivillos. Dios le otorgó la riqueza material cuya disminución, después de dilapidarla fácilmente, hoy empieza a preocuparnos.

Esta razón de la Argentina es la que debe fundar una política válida. Hoy, adormecidos con chácharas de reforma constitucional y economía ecológica, no tenemos política alguna, por lo menos que nos sea propia. Quiera Dios que cuando el destino llame imperiosamente, otra vez, a nuestra puerta, no nos tome sin aceite para avivar las lámparas, como les ocurrió a las novias necias del Evangelio.

Nota: este artículo fue tomado de la RevistaCabildo, primera época, año I, Nº 9, del 3 de enero de 1974, págs. 22 y 23.


martes, 9 de octubre de 2018

Liberales

LA REPÚBLICA LIBERAL

La República Liberal, tal como la conocemos y la padecemos, nació entre nosotros en la batalla de Caseros, es decir, con el triunfo de una facción sobre otra y sobre la Nación misma. Esto se ha dicho aquí, en estas páginas, y si lo recordamos ahora no es sólo porque cada tanto conviene recordar las claves ocultas de la historia y de la estructura del país sino porque ese dato adquiere una vigencia vital en estos días; sin él se corre el riesgo cierto de entender nada del presente. Y no en balde el liberalismo victorioso ocultó y deformó el pasado a sabiendas, ya que de esa manera conseguía disimular las tendencias y las fuerzas que ponía en marcha con su triunfo, es decir ocultar las claves del futuro que es nuestro presente al que forjaba a partir de ese momento.

El hecho fundamental, esencial, básico, ineludible casi decimos único que constituye el centro de nuestra historia moderna y sin el cual no se puede entender nada de lo que ocurrió después y de lo que ocurrirá mañana, es que la Nación tal cual quedó forjada y conformada en Caseros fue nada más pero tampoco nada menos el triunfo de una facción, de una parcialidad sobre la totalidad. El Estado que se engendró de la ocupación del poder del poder social primero, y político y jurídico posteriormente no pudo ser sino éste que vemos y que nos tiraniza con implacable impiedad. Los males de la Nación provienen de la malformación del Estado y ello ocurre porque, en general, éste ha actuado siempre en beneficio y al servicio del partido vencedor.

¿Cuál es la función del Estado en las sociedades modernas? Las naciones son pluralistas en el sentido que engendran y conservan en su interior energías y factores diferentes, a veces diversos y otras opuestos y, por lo tanto, requieren de una fuerza centralizadora que a la par debe ser también organizadora y arquitectónica que coloque aquellas energías y aquellos factores en armonía entre sí y en orden al bien común; la idea de bien común supone y reclama la noción de unidad a la que debe reducirse, sin destruir, la inmensa y diversa complejidad que integra el organismo social.

El Estado, entendido en una generosa perspectiva de unidad, integración y totalidad, es no sólo el órgano del bien común sino de la afirmación de la comunidad ante el exterior pero, antes que esto o simultáneamente, por sobre sus divisiones interiores. Es, por lo tanto, el órgano de la continuidad en el espacio (frente a los enemigos exteriores) y en el tiempo (frente a las parcialidades internas). Es y representa el triunfo del todo sobre la parte, de la realidad sobre la imagen, de la Patria sobre la clase y el partido.

El Estado no es la Nación porque la Nación es más, pero la representa, la defiende, la prolonga y, de alguna manera, la encarna. El Estado, entonces, tiene una necesidad, una vocación y una inclinación de totalidad que políticamente quiere decir de unidad (por favor: que ahora no nos venga algún imbécil a hablar de totalitarismo). En consecuencia, nada repugna más a la esencia de Estado, nada contradice más su función, nada deforma más su realidad, nada desnaturaliza más su sentido, nada infertiliza más su estructura, que la reducción del todo a una parte y de la Patria al partido o a la clase. Esto es lo que se propuso y obtuvo el liberalismo en Caseros y desde entonces hasta hoy.

El Estado ha sido ocupado por el liberalismo, lo que ocurrió con la ocupación de Buenos Aires por las tropas de Urquiza en 1852 y de la Confederación por las de Buenos Aires en 1860; el estatuto de esa victoria fue fijado en la Constitución de 1853 que aún nos rige y cuyo sentido y propósito no es el asegurar la convivencia entre los argentinos sino fijar el sistema jurídico de la derrota nacional, así como tampoco es el de determinar la forma jurídica del Estado sino el de afianzar la preeminencia del partido liberal que desde entonces reina de un modo incontrastable. Así, la Constitución hace imposible al Estado.

El partido liberal utiliza al Estado contra la Nación para doblegarla; con ello deforma y destruye al Estado mismo, que es utilizado en contradicción con su naturaleza, misión y deber. No es raro que un Estado así de contrahecho sea tan débil y fracasado como éste que nos ha llevado al borde de la disolución. Por supuesto, no admite (no puede admitir) la presencia ni la rivalidad de ningún otro partido ni sector y sólo tolera sus propias variantes. El partido unitario, terrible vencedor en Caseros, reaparece en Alfonsín, por ejemplo, con la misma legitimidad con que lo hizo en un Roca o en un Alsogaray; y no de otra manera. Urquiza encuentra su actualización en un Videla, bien que bajo otro temperamento más atosigado y quejumbroso, y también más casto en nuestro general sin batallas del siglo XX.

El liberalismo, comenzando en Caseros, ha obligado a las Fuerzas Armadas a comportarse como policía y como tropa de ocupación, lo que no es menos contradictorio ni destructor que el sometimiento del Estado. No es casual ni asombroso (ni menos aún inédito) que el Proceso de Reorganización el gobierno de las Fuerzas Armadas se haya dedicado a devastar al país a través de la metodología de Martínez de Hoz, un hombre tan cruel como Alberdi, o como el cura Agüero, aunque no tuvo necesidad de fusilar a Dorrego.

Como observara Thierry Maulnier, una Nación sólo puede subsistir si consigue afirmar su unidad interior, que es lo mismo que colocar al país que es una totalidad por encima de sus fragmentos. Una Nación sometida al Estado y un Estado sometido a una parcialidad, son dos momentos de la destrucción y de un proceso antihistórico que la Argentina moderna vive desde su creación, cuando un militar bonapartista la fundó con el apoyo de las bayonetas brasileñas. Es que la Argentina moderna fue fundada por sus enemigos y sostenida por ellos.

Álvaro Riva

Nota: este artículo ha sido tomado de la Revista “Cabildo”, segunda época, año VIII, Nº 69, del 10 de noviembre de 1983, págs. 27 y 28.