jueves, 23 de junio de 2011

Pasearon el Corpus por nuestros solares

EN EL DÍA DE CORPUS CHRISTI
  
  
Todos los misterios de Nuestro Salvador Jesucristo, queridísimas almas, son sublimes y profundos: nosotros los veneramos en unión con la sacrosanta Madre Iglesia. Sin embargo el misterio de hoy, la institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, por medio del cual el Señor se ha entregado en comida a las almas fieles, es tan sublime y elevado que supera toda comprensión humana. Tan grande es la bondad del Sumo Dios, en Él resplandece tal amor que cualquier inteligencia queda sobrepasada; nadie podría explicarlo con palabras, ni comprenderlo con la mente. Pero ya que es mi deber hablaros de ello por el oficio y la dignidad pastoral, os diré también algo de este misterio. Brevemente, esta homilía estará centrada sobre todo en dos puntos: cuáles son las causas de la institución de este misterio y cuáles los motivos por los que lo celebramos en este tiempo.
  
¿Qué motivo, sino solo el amor, pudo mover al Bondadosísimo y Grandísimo Dios a darse como alimento a esa mísera criatura que es el hombre, rebelde desde el principio, expulsado del Paraíso Terrenal, a este mísero valle desde el principio de la creación por haber probado el fruto prohibido? Este hombre había sido creado a imagen de Dios, colocado en un lugar de delicias, puesto a la cabeza de toda la creación: todas las demás cosas habían sido creadas para él. Trasgredió el precepto divino, comiendo el fruto prohibido y, “mientras estaba en una situación de privilegio, no lo comprendió” por eso “fue asimilado a los animales que no tienen intelecto” (Salmo 49, 13); por eso fue obligado a comer su misma comida.
  
Pero Dios ha amado siempre tanto a los hombres que pensó en el modo de levantarlos tan pronto como habían caído; y para que no se alimentaran del mismo alimento destinado a los animales —¡contemplad la infinita Caridad de Dios!— se dio a Sí mismo como alimento al hombre. Tú, Cristo Jesús, que eres el Pan de los Ángeles, no te has negado a convertirte en el alimento de los hombres rebeldes, pecadores, ingratos. ¡Oh grandeza de la dignidad humana! ¡Por un acontecimiento singular, cuánto mayor es la obra de la reparación, cuánto supera esta dignidad sublime a la desgracia! ¡Dios nos ha hecho un favor singular! ¡Su amor por nosotros es inexplicable! Sólo este amor pudo mover a Dios a hacer tanto por nosotros. Por ello ¡qué ingrato es quien no medita en su corazón y no piensa a menudo en estos misterios!
  
Vayamos al segundo punto de la reflexión. Oportunamente hoy la Iglesia celebra la Solemnidad de este Santísimo Misterio. Podía parecer más oportuno celebrarla en la Feria Quinta in Cœna Domini, día en el que sabemos que nuestro Salvador Cristo, ha instituido este Sacramento. Pero la Santa Iglesia es como un hijo, correcto y bien educado, cuyo padre ha llegado al término de sus días y mientras está a punto de morir, le deja una herencia amplia y rica; no tiene tiempo de entretenerse en el patrimonio recibido: está totalmente volcado en llorar al padre. Así la Iglesia, Esposa e Hija de Cristo, está tan atenta a llorar en aquellos días de Pasión y de atroces tormentos, que no está en condiciones de celebrar como querría esta inmensa heredad a Ella entregada: los Santísimos Sacramentos instituidos en estos días.
  
Entre los misterios del Hijo de Dios que hasta ahora hemos meditado, el último fue la Ascensión al Cielo. Ello sucedió para que Él recibiese a titulo propio y nuestro la posesión del Reino de los Cielos y se manifestara el dominio que poco antes había afirmado: “Me ha sido dado poder en el cielo y en la tierra” (San Mateo, 28, 18).
  
Como cualquier Rey, en el acto de recibir la posesión de un reino, se dirige antes que a cualquier otra ciudad a aquélla que es la capital y metrópolis del reino (y como un Magistrado o Príncipe que se prepara para administrar un reino en nombre del Rey), así también Cristo: honrado con la señoría más grande y con todo derecho en el cielo y en la tierra, en primer lugar tomo posesión del Cielo, y desde allí, como haciendo una demostración, difundió sobre los hombres los dones del Espíritu Santo. Pero habiendo elegido reinar también en la tierra, nos dejó a Él mismo aquí, en el Santísimo Sacrificio del Altar, en este Santísimo Misterio que hoy celebramos. Por este motivo extraordinario la Santa Madre Iglesia ordena que sea llevado por todos en Procesión —en forma solemne— por las ciudades y los pueblos.
  
Cuando el poderosísimo Rey Faraón quiso honrar a José, mandó que se lo condujera por las calles de la ciudad y, para que todos conocieran la dignidad de quien había explicado los sueños del Faraón, le dijo: “Tú serás quien gobierne mi casa, y todo mi pueblo te obedecerá; sólo por el trono seré mayor que tú. Mira, te pongo sobre toda la tierra de Egipto. El Faraón se quitó el anillo de la mano y lo puso en la mano de José; hizo que le vistieran blancas vestiduras de lino, y puso en su cuello un collar de oro. Después lo hizo subir sobre su segundo carro y delante de él un heraldo gritaba, para que todos se arrodillaran delante de él. Y así lo puso al frente de todo el país de Egipto” (Génesis, 41, 40 y ss.).
  
También Asuero, cuando quiso honrar a Mardoqueo, le hizo vestir vestiduras reales, lo hizo subir a su caballo y a tal fin mando a Amán que lo condujera por la ciudad y gritara: “Aquí viene el hombre a quien el Rey quiere honrar” (Ester, 6, 11).
  
Dios quiere ser el Señor del corazón del hombre; quiere ser honrado, como conviene, por todos los hombres. Por esto hoy, de forma solemne, conducido por el Clero y por el Pueblo, por los Prelados y los Magistrados, recorre las calles de la ciudad y de los pueblos. Por esta razón es que la Iglesia profesa públicamente que Éste es nuestro Rey y nuestro Dios, de quien hemos recibido todo y a quien debemos todo.
  
Oh, hijos queridísimos en el Señor, mientras hace poco caminaba por las calles de la ciudad, pensaba en una multitud tan grande y en la variedad de personas que hasta hoy, hasta nuestros días está oprimida por la miseria de la esclavitud y por largo tiempo ha tenido que servir a amos tan viles y crueles. Veía a un cierto número de jóvenes que se han dejado dominar por la lascivia y la pasión y, como dice el Apóstol (cfr. Filipenses, 3, 19), han proclamado como dios a su propio vientre. (Quienquiera que pone cualquier cosa como fin de su propia existencia, quiere que tal cosa sea su dios. En efecto, Dios está en el término de todo).
  
¡Que renuncien éstos a la carne, a la lujuria, a frecuentar las malas casas y tabernas, las malas compañías! ¡Que renuncien a los pecados y reconozcan al Verdadero Dios que la Iglesia profesa por nosotros! Lloraba por la soberbia y la vanidad de algunas mujeres que se idolatran a ellas mismas, y dedican aquellas horas de la mañana, que deberían consagrar a la oración, al maquillaje de sus rostros y al peinado de sus cabellos; que piden cada día nuevos vestidos, hasta el punto de hacer pobres infelices a sus maridos y mendigos a sus hijos y consumir su patrimonio. De ello se derivan mil males, los contratos ilícitos, el no pagar las deudas, el no dar cumplimiento a las últimas voluntades piadosas; de ello el olvido del Dios Bondadosísimo y Grandísimo, el olvido de nuestra alma. Veía a tantos avaros, mercaderes del infierno, gente que a tan caro precio compra para sí el fuego eterno; de ellos con razón dice el Apóstol: “La avaricia es una forma de idolatría” (Efesios, 5, 5; Colosenses, 3, 5). Aparte del dinero no tienen otro Dios, sus acciones y palabras están dirigidas a pensar y decidir cómo ganar mejor, conseguir terrenos, comprar riquezas.
  
No podía dejar de ver la infidelidad de algunos que se declaran expertos en la ciencia de gobernar y sólo tienen esto ante sus ojos. Son quienes no dudan pisotear la ley de Dios que ellos declaran contraria a la forma de gobernar (¡pobres y desgraciados!) y obligan a Dios a retirarse. ¡Hombres dignos de lástima! ¿Y deben llamarse cristianos quienes estiman y declaran públicamente a sí mismos y al mundo más importantes que a Cristo?
  
El Señor ha venido, con esta santa institución de la Eucaristía, a destruir todos estos ídolos, a fin de que con el Profeta Isaías, hoy podamos exclamar al Señor: “Sólo Tú eres Dios; no hay otros, no hay otros Dioses. En verdad Tú eres un Dios escondido, Dios de Israel, Salvador” (Isaías, 45, 14 y ss.). ¡Oh Dios bueno, hasta ahora hemos sido esclavos de la carne, de los sentidos, del mundo; hasta ahora dios ha sido para nosotros nuestro vientre, nuestra carne, nuestro oro, nuestra política! ¡Queremos renunciar a todos estos ídolos: honrarte sólo a Ti como verdadero Dios, venerarte a Ti que nos has hecho tantos beneficios y, sobre todo, te has entregado a Ti mismo como alimento para nosotros! Haz, te ruego, que de ahora en adelante nuestro corazón sea sólo tuyo y nada nos aparte más de tu amor. Que prefiramos mil veces morir antes que ofenderte aun mínimamente. Y de este modo, haciéndonos mejores, con la fuerza de tu gracia, gozaremos eternamente de tu Gloria. Amén.
   
San Carlos Borromeo
(Homilía del 9 de junio de 1583)
  

1 comentario:

Anónimo dijo...

La descripcion de las conductas humanas y de los gobernantes de Milan de aquella época, que hace este santo varon, no difieren mucho de las de la Argentina actual. Lamentablemente no tenemos pastores como Borromeo.