miércoles, 13 de octubre de 2010

Falacia

DISCRIMINAR, EL VERBO PROHIBIDO
LA AGONÍA DE LA INTELIGENCIA
                      
Certeramente plantea Juan Carlos Monedero,(1) que lo esencial en la ideología de la no discriminación es la crisis de la inteligencia y el desprecio a la verdad. Sin dudas, no se trata, en primer lugar, de detectar confusas hostilidades raciales o de propender a una paródica “sana convivencia”. Es preciso entender que estamos ante la corrupción de lo mejor: el escamoteo de la verdad y la perversión de aquello que nos hace Imago Dei. Y lo realmente peligroso sería que esta “estructura mental” se gane en nuestras propias cabezas, y por inevitable contagio del dinamismo humano, en nuestros corazones.  Si así fuera, nuestra forma mentis  dejaría de ser realista y cristiana.
                   
Con la cantata ininterrumpida de “libertad de opinión”, acompasada por la maquinaria que detenta el poder y coreada por los medios nos hemos convertido en testigos diarios de los ataques a la Iglesia, a la familia, a la pureza, a la niñez, en fin, a una larga lista de bienes necesarios.
                
No hace falta mayor sutileza para reparar en dos hechos evidentes: primero, que proporcional a esta supuesta libertad y a la falta de regulación en materia informativa, periodística y (seudo) cultural  crece en otros casos la censura y la persecución a todas luces parcial e infundada. Y es que esto primero conduce a lo segundo de mayor tenor aún de sentido común: el liberalismo absoluto, tanto en lo social como en lo individual, conduce a la autodestrucción. Por tanto, ciertamente es preciso que alguien “marque la cancha”, que delimite, controle, advierta y sancione. De más está decir que tamaña tarea corresponde en primer lugar a los responsables del bien común (es confusa, por decir lo menos, la consigna de que la inseguridad —por ejemplo— es un “problema de todos”).
               
Por eso es que —y en esto es preciso ser cuidadosos— la objeción no es que exista alguna ley. La objeción está en su fundamento, en quién la dicta, en cómo se la ejecuta y a quién sirve. El problema es cuando la ley se fundamenta en la ideología marxista y atea, cuando la dicta el poder internacional del dinero, cuando se concreta mafiosamente, cuando sirve esencialmente para que quienes han secuestrado el poder se mantengan en él.
                     
Entonces así, junto con el verso liberal,  hay algo que funciona como nueva inquisición.
                      
Insistamos: no es la fuerza de la ley sino su arbitrariedad lo que se objeta. Es la preocupación por quién dice qué es lo que se debe castigar y qué no.
                    
Evidentemente el criterio actual es relativo, confuso, mudable, porque lo dicta la ideología dentro de la cual está la falacia de la no discriminación. Falacia que esconde el culto al relativismo, la negación del orden natural, el odio a la Iglesia y el poder político marxista como causa y medida de todo lo existente. Falacia que tiene por caudillo al primer subversivo que fue Satanás y grito desafiante el “no serviré”. Caudillo detrás del cual tan prolija y decididamente se encolumnan sus secuaces.
                          
Por eso es que bien se ha dicho ya infinidad de veces: la cuestión no es no discriminar sino defender la necesidad de la sana discriminación. No discriminar es imposible. Pero —y aquí tenemos una ambigüedad que ha infectado aún más el ambiente social— en el intento didáctico de lograr alguna captación mejor del término podríamos decir que existen, por lo menos, dos sentidos —de necesaria distinción— del verbo “discriminar”.
                      
El primero hace referencia a un acto de injusticia, y como tal a un acto propio de la voluntad, que desprecia deliberadamente al prójimo y le niega un bien que es preciso ofrecerle. Hasta aquí, si bien hoy plagado de falacias y mentiras, sería atendible —y quisiéramos poder creerlo— una preocupación política por el orden social. Orden que ciertamente se apoya en la justicia. Sería pensar —en un gigantesco acto de candor e ingenuidad— que nuestros gobernantes están velando para que entre los compatriotas no pisoteen su dignidad ni lesionen el honor. Exige un esfuerzo importante conceder que la ideología de la no discriminación se vincule con esto. Pero además, este primer sentido —lejos de ser un descubrimiento del Inadi— fue asumido, enriquecido y sobrenaturalizado por Cristo. Y por eso, esta primer distinción del término discriminar es bien nuestra, legítimamente nuestra. ¿Cuál es la novedad de la obligación que tenemos respecto de lo que es debido a nuestro prójimo? ¿No están acaso las obras de misericordia y la parábola del buen samaritano transidas de esta profunda vocación cristiana de no discriminar y desbordadas generosamente por el fuego de la caridad? ¿No abarca y desborda, no  incluye y trasciende, con lógica sobrenatural y locura para el mundo, los parámetros de la estricta justicia y de la no discriminación?(2) Además, si este fuera el sentido  de la actual maquinaria de poder ¿por qué se ve tan lejos esta realidad del horizonte de preocupación de los pomposos defensores de los derechos humanos?
                    
Entonces no es este primer sentido el que está en juego en la ideología de la no discriminación. Sin ninguna duda que es el segundo: es la discriminación como acto de la inteligencia. Es la discriminación como capacidad de definir, de delimitar, de iluminar, de llamar a las cosas por su nombre. Al samaritano samaritano, al levita levita, al posadero posadero, al asno asno (de lo contrario, se diluye lo esencial de la parábola). Al nombrar las cosas, necesariamente se las distingue. Lo que es es. Lo que no es no es. Lo que es, es eso y no otra cosa. Cómo no discriminar, si en esto consiste el alimento esencial de la inteligencia. Llamar perro al perro no es reprimirlo ni coartarlo, y tampoco es despreciar al gato.
                              
Es el relativismo carcomiendo hasta la médula. Sugería Chesterton que nadie debería escribir nada, ni decir nada, a menos que creyera que está en posesión de la verdad, y por tanto, que el otro está equivocado. Porque la verdad es exclusiva, la verdad es excluyente. El error no tiene ningún derecho. Nada más ajeno a la caridad y al imperativo apostólico que no matar al error ni corregir al que yerra.
                   
Y en continuidad con esta corrupción del intelecto, tal ideología sirve para promover todo tipo de pecado, sin llamarlo como tal. Esto último es lo novedoso, más allá de la gravedad. En los tiempos de cristiandad también se pecaba, en la mal llamada edad media hubo pecados, y muchos. Pero también hubo realismo y humildad, arrepentimiento y penitencia. Porque se llamaba a las cosas por su nombre. La homosexualidad y la hibridez existían. Pero no eran tapa de revista ni tampoco obligatorios.
                  
La propaganda barata presenta a la cristiandad como una época de apariencias y de represiones. No hay época más farisaica y reprimida que ésta. También se mata hoy, pero se lo llama salud reproductiva, libertad de pensamiento o democratización escolar.
                                
Por eso, la dimensión del problema desborda el de la hipocresía y supone un descenso más en este desmoronamiento del orden natural. El hipócrita pretende que el sepulcro se vea blanco y vivo por fuera, aunque por dentro haya solo muerte. Pero con esta ideología, no hay nada que blanquear. Hay que ingresar al sepulcro, como si fuera un salón de fiesta, porque se impone la obligación de llamar vivo al muerto, y muerto al vivo.
                                  
Debemos, más que nunca, estar dispuestos a llamar a las cosas por su nombre, a mantenerlas vivas por el verbo justo. Nuestro Rey es el Verbo. Verbo que nos salvó y nos va a juzgar. A Nuestro Señor le hubiese bastado cambiar una respuesta, sólo algunas palabras, para evitar la Pasión y la Cruz. Sólo unas palabras, y nosotros quedábamos irredentos.
                      
— Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
                       
— Sí, tú lo has dicho. (San Mateo, 26, 63).
                      
Y detrás de tal Rey, cuánta sangre y cuántas vidas por no cambiar un coma de lo que es.

¿Qué decir entonces si esta falacia mortal, si este operativo contra natura se hiciera institución? Tantos montajes simulados y torcidos en torno al caballito de batalla de los derechos humanos son esencialmente esta herramienta ideológica de control.

¿Por qué el Inadi no defiende la vida humana, ni los derechos de Dios, ni las injusticias cometidas por el marxismo, ni el sufrimiento de tantos que son atropellados en sus derechos por querer salvaguardar el pudor, el buen gusto, la decencia? ¿Por qué no se detecta y se castiga a los traidores a la Patria, a los enemigos de la verdadera paz social, a los que pervierten el alma? ¿Por qué el ataque de estos paladines es siempre a la Iglesia, a la Patria (a la verdadera, la que un día renacerá), a la vida castrense, al orden natural, a la genuina tradición?

 ¿Formará parte de nuestra irrenunciable vocación al combate?, ¿habrá que salir a quebrar lanzas para defender que no es gris la hoja verde? Parece que sí, pero con una condición: no tener la estructura mental de esta ideología, de lo contrario no seremos mártires sino idiotas útiles.

No temamos afirmar que aquí no hay  cuestiones circunstanciales. Nos separan las ideas y los amores. Somos incompatibles, y debemos estar dispuestos a la contienda. No hay convivencia posible entre los hijos de la Luz y los hijos de las tinieblas.  Esto no es nuevo, el católico siempre lo supo. Sólo que antes para ello existía el testimonio y el apostolado, la misión y el martirio, la promesa y la persecución. Ahora existe el Inadi y la secretaría de derechos humanos.
Jordán Abud

Notas:
1. En su artículo “Qué hay detrás de la ideología de la no discriminación” (http://elblogdecabildo.blogspot.com/)  dice que “el fondo y verdadero fin de la ideología de la no discriminación es el vaciamiento del significado de las palabras para obtener deliberadamente la ruptura de la capacidad del discernimiento en las inteligencias”.
2. “Cualquiera que esté un poco informado acerca de los dos milenios de historia del Cristianismo, está familiarizado con el hecho de que el amor a Cristo floreció en un singularísimo amor a los pobres: amor que se manifestó en que los cristianos perdonaban incluso a sus enemigos. Esos católicos «modernos», que han convertido a la historia en su Dios, ¿no han leído jamás una biografía de San Francisco de Asís o de San Juan de Dios o de San Vicente de Paúl? ¿No han oído hablar jamás acerca de los sacrificios heroicos de los misioneros que no se preocupaban exclusivamente de la salvación de las almas de los paganos, sino que además alimentaban a los hambrientos y cuidaban de los enfermos? (…) Todo el que estudie la historia de la Iglesia, sin prejuicios, no podrá menos de reconocer que de todos aquellos que vivieron realmente el Cristianismo, manaba un ardiente y sublime amor hacia sus semejantes e incluso hacia sus enemigos y perseguidores” (Dietrich Von Hildebrand: “El caballo de Troya en la ciudad de Dios”, 1967, ed. Fax, Madrid).
                               

1 comentario:

Fernando José dijo...

Bajo el desgobierno del Difunto Padre de la Democracia se instaura oficialmente en nuestro país la ideología de la no discrimnación.

Claro está que con ciertos límites, todos los que caían bajo las iras del profeta chascomuceño, "los mesiánicos" y "los fundamentalistas", podían ser discriminados y apresados sin orden judicial.


Aquí el defensor de Santucho y abogado de la bolchevique Liga Argentina por los Derechos Humanos era consecuente con su ideología jacobina: "Nada de libertad para los enemigos de la libertad", como decía el Maximiliano, el Incorruptible y los mandaba a la guillotina.

Para los enemigos de la humanidad (los enemigos del Profanador de Púlpitos y sus secuaces) todo valía, la discriminación y la execración y hasta el cobarde ataque y el incendio de cuarteles como en el caso del Regimiento 3 de Infantería de La Tablada.

Desde allí con la No Discriminación, arma del enemigo, llevamos un largo camino, siempre descendente, siempre peor, hasta el actual aquelarre kirchnerista-marxista ¡Cuidado con elogiar la virtud o la honradez!¡Estamos discriminando a los viciosos y a los criminales!¡El progresismo vigila!
Fernando José Ares