sábado, 23 de enero de 2010

Como decíamos ayer


SOMBRAS NADA MÁS

La realidad es ésta: la patria en tinieblas y ensangrentada. Síntesis trágica y exacta a la que sólo cabe agregar la traición de los centinelas, la cobardía de los custodios, la ceguera de los vigías… La ciudad está indefensa. Ha sonado la hora de las sombras y de la muerte, de los alejamientos y de las reformas.

Física y metafísicamente la Argentina está ciega y se mueve, temulenta, entre tinieblas cerradas que ni Segba ni Alfonsín pueden disipar. Y en ellas camina el Enemigo. ¿Quién es el Enemigo? Todos lo ocultan y él se oculta entre todos. ¿Quién armó y blanqueó a Baños, a sus ideólogos y sus cómplices? ¿Sus amigos de “arriba” o de afuera? Interrogante terrible porque lo primero que se ha de determinar en política —la política en serio, no una expresión de la picaresca— es “el enemigo”. Es preciso tenerlo bien en claro desde el comienzo y para siempre, para no confundirse jamás, no engañarse cualquiera sea el ropaje, el rostro o el nombre que utilice. Llámese Coordinadora, Derechos Humanos, Teología de la Liberación, Sandinismo o Democracia, el Enemigo aparece —encuentro de Jano y Leviathan, de Hobbes y de Mao, de Rousseau y de Castro, de odio místico y de terror teorético y táctico— plástico, viscoso, fluido, reptante, destructor y contradictorio oscila entre la biología animal y el humanismo, y se pierde en el crimen clandestino y se expresa en productos estéticos sin belleza o que tienen la del nihilismo aniquilador. Éste es el Enemigo con el cual, durante los ya largos años de su insoportable gestión, nuestros gobernantes han colaborado de forma más o menos desembozada pretendiendo hacernos creer —suprema estrategia del demonio— que no existía. Ahora la sangre de nuestros soldados y policías muertos, heridos, mutilados, ha estallado como la verdad, la única verdad de la que los argentinos pueden hoy estar plenamente seguros. A pesar de los apagones, de las crisis, de los fracasos, esa sangre de héroes y mártires resplandece con una luz propia e imperecedera que no necesita de los diarios, de las tribunas, de las cátedras, del teatro ni del cine ni del humanismo internacional para hacerse ver y para permanecer entre nosotros como un testimonio, como una acusación y como un arma.

En la Argentina ha ocurrido un fenómeno que no es de este mundo: han revivido los fantasmas del pasado, esos mismos que una propaganda astuta pretendió hacernos creer que ya no existían o que, en realidad, nunca habían existido; esas consejas populistas y —según las cuales los asesinos de ayer eran mártires y víctimas y que la represión fue una fuerza del mal casi abstracta, que giraba en el vacío, sin explicación ni racionalidad— se evaporaron, todo el tinglado se desplomó al calor de la presencia de estos estrategas del mal. Ya los jóvenes saben, y no deben ni pueden seguir creyendo en el empacado magisterio de Sábato ni en las sofocantes histerias de la Bonafini. La Tablada es una divisoria de aguas que le pone fin a la etapa de la mala memoria, de deformación y de desinformación a que los medios de comunicación, la clase política, los escritores y cineastas, los cantaautores, los locutores de televisión, los jueces —toda esa runfla que se conoce como “intelligentzia”— todos aquellos especialistas en forjar slogans como quien fabrica puñales, nos habían acostumbrado y sometido, casi sin posibilidad de respuesta ni de reacción. Se estaba levantando para consumo de los nativos —así como antes se había vendido el producto en el exterior— una dogmática implacable, una dogmática que determinaba que en la Argentina se había llevado a cabo un genocidio y que éste no admitía explicación y no se permitió a nadie dudar de su existencia ni de su evidencia. Habíamos sido gobernados por asesinos cebados en jóvenes frecuentadores de parroquias y de villas-miserias y en cándidos idealistasque se habían limitado a pedir el boleto estudiantil o se habían dedicado a tareas tan higiénicas como esa. Pues bien, toda esa farsa —enseñada por Alfonsín, proclamada por Molinas, comprobada por Sábato, condenada y trocada en sentencia por los D'alessio, Gil Lavedra, y otros que nadie recordará, descripta por Antín, bendecida por curas casi apóstatas y usufructuada por tantos— ya es insostenible porque el pueblo entero pudo comprobar —con sólo oír radio o ver televisión— que los perseguidos eran, en la realidad, perseguidores, y que los apóstoles de la paz y del amor no eran más que homicidas feroces.

En el ínterin y junto a este cuidadoso ejercicio por disimular y ocultar la verdad, el gobierno radical se dedicó a imaginar, que es lo contrario a gobernar. Se soñó con la inserción en el mundo y con el ingreso al siglo XXI pero —como acaba de ocurrir con la brutal reaparición de la guerrilla escondida en los pliegues del poder— ello no fue. Se cortó la electricidad y elpaís, en una supuesta plataforma de despegue, retrocedió con igual brutalidad al siglo XIX. Y así como no queda espacio para la mentira, tampoco queda para la utopía. La realidad se impone, tarde o temprano y a cualquier precio: a veces, como éste que nos toca pagar a los argentinos, a uno muy alto. Alto, humillante y ridículo.

Tanto daño, tanto perjuicio, tanta mala fe y mala intención, tanta falta de idoneidad, tanto ocultamiento y complicidad, deberán castigarse. ¿Cómo? ¿Quién? Esto la República deberá determinarlo alguna vez y pronto. Y si el sistema se muestra incapaz de hacerlo deberá ser reemplazado, porque la democracia no está por sobre todo, como lo cree el Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, el dueño de las sombras y el señor de los silencios, de las farsas y de las deformaciones.

Nota: Este editorial al número 128, año XIII, segunda época, de enero-febrero de 1989.

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