domingo, 9 de agosto de 2009

Homilía sobre la humildad


ESCUELA DE LA HUMILDAD
DEL SANTO PUBLICANO

De esta doctrina nacen los sentimientos que deben animarnos en la adquisición de la santidad: una humildad profunda en vista de nuestra flaqueza, y una confianza absoluta en Jesucristo. Nuestra vida sobrenatural oscila entre dos polos: por una parte, debemos estar íntimamente convencidos de nuestra impotencia para llegar, sin el auxilio de Dios, a conseguir la perfección; por la otra, debe siempre animarnos la firme esperanza de que todo lo podremos con la gracia de Jesucristo.

Como quiera que ésta es algo sobrenatural, y Dios es dueño absoluto de sus designios y de sus dones, resulta que la gracia está por encima de las exigencias y derechos de toda la naturaleza creada, y por eso mismo, la santidad a que estamos llamados se hace inaccesible sin la gracia divina. Ya lo dijo Nuestro Señor: “Sin Mí nada podéis hacer” (San Juan, XV, 5), y advierte San Agustín que no dice Jesucristo “sin Mí no podéis hacer gran cosa”, sino que dice: “sin Mí no podéis hacer nada en orden a la vida eterna”.

San Pablo explica detenidamente esta doctrina de nuestro Divino Maestro: “No somos capaces —dice—, por nosotros mismos, de concebir un solo pensamiento que algo valga para el cielo, sino que nuestra suficiencia o capacidad viene de Dios” (II Corintios, III, 5). “Él es quien nos da el poder querer y ejecutar todas las cosas conforme a un fin sobrenatural” (Filipenses, II, 13). Así, pues, sin la gracia divina, no podemos absolutamente nada, en lo que a nuestra santidad se refiere.

¿Hay algún motivo para entristecernos y abatirnos? Ninguno. La convicción íntima de nuestra propia impotencia no debe desalentarnos ni servir de excusa a nuestra pereza. Es cierto: nada podemos sin Cristo; mas con Él, todo lo podemos. “Todo lo puedo, no por mis fuerzas, sino en Aquél que me conforta”. Sean cuales fueren nuestras pruebas, dificultades y flaquezas, mediante Cristo, podemos llegar a la más encumbrada santidad.

¿Por qué? Porque en Él “se hallan todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría”; porque “en Él habita la plenitud de la Divinidad”, y siempre nuestro jerarca supremo, puede repartirnos algo de todos esos dones. “De su plenitud de vida y de santidad es de la que todos participamos”, y de tal modo, que “en punto a gracias, de ninguna carecemos”.

¡Oh, qué seguridad causa la fe en estas verdades! Cristo se da a nosotros y en Él todo lo hallamos. “¿Cómo no nos ha de dar con Él (su Hijo) todas las cosas?” (Romanos, VIII, 32).

¿Qué podrá impedirnos llegar a ser santos? Si el día del juicio nos pregunta Dios: “¿Por qué no habéis subido a la altura de vuestra vocación? ¿Por qué no habéis llegado a la santidad a que Yo os llamaba?” No podremos responderle: “Señor, mi debilidad era tanta y las dificultades tan insuperables, las pruebas tan recias y sobre mis fuerzas…” Mas Dios nos contestará: “Cierto que por vosotros mismos nada podíais, pero os había dado a mi Hijo, y con Él nada os ha faltado de cuanto os era necesario; su gracia es todopoderosa, y por Él podíais uniros a la fuente misma de la vida”.

Es tan cierto esto, que un gran genio, tal vez el mayor que el mundo ha conocido, un hombre que pasó su juventud en los desórdenes, que apuró la copa de los placeres y cayó en todos los errores de su tiempo, el gran San Agustín, vencido al fin por la gracia, se convirtió y alcanzó una santidad sublime. Cuéntanos él mismo que un día, solicitado por la gracia, pero cautivo de sus viciosas inclinaciones, veía niños, jovencitas, vírgenes que brillaban por su pureza, viudas dignas de veneración por su virtud; le parecía oír la dulce invitación de una voz que le decía: “Lo que hacen estos niños, estas vírgenes, ¿no podrás hacerlo tú? ¿No podrás llegar a ser lo que ellos son?” Y a pesar del ardor de la sangre juvenil que hervía en sus venas, a pesar de la tempestad de sus pasiones, de sus extravíos, San Agustín se entrega en manos de la gracia, y la gracia hizo de él uno de sus más prodigiosos trofeos.

Al celebrar la festividad de los Santos, debemos repetirnos las palabras que oía San Agustín: “¿Por qué no vas a poder lo que éstos y éstas?” ¿Qué motivos tenemos para no encaminarnos a la santidad? Bien sé que todos podemos decir: “Tengo tal dificultad, se me atraviesa a tal contratiempo; por eso no podré llegar a ser santo”. Pero estad seguros de que todos los santos han tenido también dificultades y contradicciones, y mucho mayores que las vuestras.

Nadie, pues, puede decir que la santidad no está hecha para él; porque, ¿dónde estaría la imposibilidad? No de parte de Dios, que quiere que seamos santos para gloria suya y contento nuestro: “Ésta es la voluntad de Dios, que os santifiquéis” (I Tesalonicenses, IV, 3). Dios no se burla de nosotros. Cuando Nuestro Señor nos dice: “Sed perfectos”, bien sabe Él lo que nos pide y no exige nada que exceda a nuestras fuerzas si nos apoyamos en su gracia.

El que pretendiese conquistar la santidad por sus propios puños, cometería el pecado de Lucifer, que decía: “Me elevaré y colocaré mi trono sobre los cielos: seré semejante al Altísimo” (Isaías, XIV, 13-14). Por lo cual Satanás fue derribado y lanzado al abismo.

¿Qué diremos, qué haremos nosotros? Tendremos la misma ambición que aquel orgulloso; desearemos llegar al fin que se proponía aquel ángel soberbio; pero él pretendía conseguirlo por sí mismo; mas nosotros, por el contrario, confesaremos que nada podemos sin Jesucristo; diremos que sólo con Él y por Él podremos penetrar en los cielos. “¡Oh Jesús mío! Tengo tanta fe en Ti, que te creo bastante poderoso para obrar la maravilla de elevar una deleznable creatura como yo, no sólo hasta las jerarquías angelicales, sino hasta el mismo Dios; únicamente por Ti podemos llegar a ese vértice divino. Aspiro con todas las ansias de mi alma a esa sublimidad a que tu Padre me predestinó; deseo ardientemente, según Tú mismo lo pediste para nosotros, tomar parte en tu misma gloria y participar de tu propio gozo de Hijo de Dios; aspiro a esta suprema felicidad, pero únicamente por mediación tuya; deseo que mi eternidad se consuma cantando tus loores y repitiendo sin cesar con los escogidos: «Nos has redimido, Señor, con tu sangre». Tú, Señor, nos has salvado; tu preciosa Sangre derramada sobre nosotros nos abrió de par en par las puertas de tu reino; nos preparó morada en la compañía deleitosísima de tus Santos; a Ti sea dada alabanza, gloria y honor por los siglos de los siglos”.

Un alma que vive de continuo embebida en esos sentimientos de humildad y confianza, da mucha gloria a Jesucristo, porque toda su vida es como un eco de aquellas palabras: “Sin mí no podéis hacer nada”, y porque proclama que Él es la fuente de toda salvación y santidad, y toda gloria para Él.

“Oh Dios mío, diremos con la Iglesia en una de sus más preciosas oraciones, creo que eres todopoderoso, y que tu gracia es bastante eficaz para elevarme, aunque bajo y miserable, a un alto grado de santidad; creo también que eres la misericordia infinita y que si te abandoné más de una vez, tu amor y bondad jamás me abandonan; de Ti, Dios mío y Padre celestial, procede todo don perfecto; tu gracia nos convierte en fieles servidores para que te agrademos con obras dignas de tu majestad y de tu honra. Concédeme que, desasido de mí mismo y de las criaturas, pueda correr sin tropiezo alguno por esta senda de la santidad, en la que tu Hijo nos precede cual esforzado gigante, a fin de que por Él y con Él llegue a la felicidad que nos has prometido”.

Los Santos vivían de estas verdades, y por eso llegaron a las cumbres de la santidad, donde hoy los contemplamos. La diferencia que existe entre ellos y nosotros no proviene del mayor número de dificultades que tenemos que vencer, sino del ardor de su fe en la palabra de Jesucristo y en la virtud de su gracia, y también, de su generosidad fervorosa. Bien podemos, si queremos, hacer otra vez la experiencia, pues Cristo sigue siempre el mismo, tan poderoso y espléndido en la distribución de su gracia, y sólo en nosotros se hallan obstáculos para la efusión de sus dones.

¿Por qué desconfiar de Dios, del Dios de todos nosotros, almas de poca fe?

Dom Columba Marmión, O.S.B.
(Tomado de su libro “Jesucristo en sus misterios”)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosas y esperanzadas palabras. La Grandeza del Señor es tan Excelsa, que hasta puede hacer grande nuestra insignificancia.

EL Beato Dom Columba, como William Brown y muchos otros ha llenado de orgullo a su patria terrenal en el extranjero.