domingo, 12 de julio de 2009

Sermones para el tiempo después de Pentecostés


EL HAMBRE
DE LAS TURBAS


Miles de personas habían seguido a Jesús en un lugar desierto, lejos del pueblo. Hacía tres días que no comían y sólo sentían hambre de estar con Jesús, de oír sus palabras y de aprender las obras de salvación. Mas al tercer día el Señor tuvo compasión de ella: “Son tres días ya que me siguen y no tienen qué comer; si las despido en ayunas, desfallecerán por el camino, pues han venido de lejos”. Ordenó que todos se sentasen sobre el césped. Hay uno que tiene siete panes y unos pocos peces pero las bocas son muchas. No importa. Jesús bendice lo poco que había, y lo da a repartir a sus Apóstoles. He aquí que cuatro mil personas se hartan, y juntan siete canastos de los pedazos que habían sobrado.

En este episodio evangélico, antes que el milagro de la multiplicación de los panes nos debe causar sorpresa el cómo las turbas por tres días hayan tenido sólo hambre de estar con Jesús, de oír su palabra, de ver sus obras. Hoy, al contrario, el mundo no tiene más que un solo deseo; enriquecerse y gozar. Los lugares de diversión, los comercios están repletos día y noche, mientras Jesús Eucarístico está abandonado en su tabernáculo, mientras los sacerdotes en vano repiten las palabras de Dios, mientras se descuidan las obras que dan gloria al Señor.

Es necesario despertar en nosotros el hambre admirable de aquellas turbas por la Eucaristía, porque quien no come de este pan, morirá eternamente de hambre por la divina palabra, porque no de solo pan material debe alimentarse el hombre, sino de toda palabra, en modo especial, de la que sale de la boca de Dios; el hambre por las buenas obras, porque son el único tesoro que la muerte no podrá destruir. Bienaventurados aquéllos que tienen hambre de justicia, porque serán hartos.


I. HAMBRE DE EUCARISTÍA

En los primeros decenios del siglo XV los habitantes de las costas litorales, cual piratas, habían invadido a Groenlandia y pasaron a filo de la espada una parte de la población cristiana y los demás fueron llevados como esclavos. Destruyeron las iglesias y asesinaron a los sacerdotes. Muchas veces los pobres groenlandeses habían acudido a Roma, donde estaba Inocencio VIII, mas en vano. El mar, que bordeaba toda la región, estaba helado y por ochenta años ninguna nave extranjera pudo llegar a tierra. Sin obispos, sin sacerdotes, muchos habían olvidado la fe de sus padres, volviendo a los vicios del paganismo.

Sólo unos pocos habían sabido conservarse firmes en la religión. Habían encontrado un corporal, sobre el cual en la última Misa celebrada por el último sacerdote groenlandés había reposado el cuerpo de Cristo. Cada año lo exponían a la pública veneración. En su alrededor, los ancianos temblando y llorando rezaban; las madres llevaban a sus hijos para que aprendiesen a conocer algo de Jesús. A su alrededor todos se reunían como hambrientos en una blanca mesa sobre la cual no había quedado otra cosa que el perfume de la comida Eucarística: “Señor, exclamaban, envíanos un sacerdote que consagre; danos aunque sea una vez al menos tu carne por comida y tu sangre por bebida, de otra manera también nosotros moriremos en el paganismo” (L. Pastor: “Historia de los Papas”, Vol. III, págs. 448-49).

Cómo debería hacernos meditar este episodio. Nosotros tenemos siempre cerca a Jesús y cuántas iglesias quedan desiertas todo el día sin más señal de vida que una llamita sobre el altar. Pensemos en el gran número de cristianos que en las bulliciosas ciudades se han olvidado hasta de cumplir con la Pascua. Pensemos en todos aquéllos que lo reciben desganados una vez al año, con el corazón frío, sumergidos en mundanos deseos, y tal vez hasta pecaminosos. Pensemos en todas las veces que nosotros lo habríamos podido recibir y no lo hemos hecho. No lo hemos recibido por pereza de levantarnos media hora antes; no lo hemos recibido, porque antes que a Jesús hemos preferido tener en el corazón aquella relación ilícita, aquel afecto impuro, aquel rencor vengativo. Los hombres no tienen más hambre del Pan de la vida, y ¿cómo harán para vivir?


II. HAMBRE DE LA PALABRA DE DIOS

San Efrén, estando en oración, oyó una voz que decía: “Efrén, come”. Maravillado de aquel grito y no sabiendo de donde venía, el Santo contestó: “¿Qué debo comer?” Y la voz añadió: “Vete a ver a Basilio, él te enseñará y te dará el pan eterno”. Fue de prisa a buscar al Obispo Basilio. Lo encontró en la iglesia predicando. Entonces comprendió que la palabra de Dios era el alimento que debía comer. Como el pan material es necesario para sostener el cuerpo, así la palabra divina es necesaria para sostener al alma. Un alma privada de este espiritual alimento se consume de hambre y muere miserablemente.

¿Por qué en muchos cristianos la fe es tan débil, que se teme por su salvación eterna? Porque ya no tienen hambre de la palabra de Dios. Como no se puede tener encendida una lámpara sin añadirle todos los días un poco de aceite, de la misma manera, en medio de los peligros del mundo, es imposible conservar la fe sin escuchar la predicación y explicación de la doctrina cristiana. Y sin la fe no se puede agradar a Dios, ni entrar en el paraíso.


La palabra de Dios no sólo es necesaria para iluminar la mente, sino también para fortalecer nuestra voluntad en el bien. La tierra, cuando no recibe el agua fertilizadora, sólo produce abrojos y espinas; así, nuestro corazón si no recibe el rocío celestial de la palabra de Dios, no produce nada.


Por desgracia hay muchos cristianos que no sólo han olvidado la doctrina cristiana, sino que ni siquiera quieren escuchar la explicación dominical del Evangelio. A estos repetiré las terribles palabras de San Hilario. Cuando subió al púlpito, vio que algunas personas salían de la iglesia para no fastidiarse escuchando la predicación que estaba por comenzar; él los detuvo en el umbral de la puerta y gritó: “Ahora podéis salir de la iglesia mas, un día, no podréis salir del infierno”.


III. HAMBRE DE BUENAS OBRAS

San Benito había prenunciado el momento de su muerte. Sus discípulos lo sostenían y él, levantadas las manos al cielo, murió rezando. Dos monjes en aquel momento tuvieron una visión. Vieron una calle llena de muchos estandartes, todos resplandecientes; dicha calle salía de la celda de Benito y alargándose hacia el oriente llegaba al cielo. Desde lo alto se oyó una voz que decía: “Éste es el camino que Benito se preparó con sus obras durante su vida, y por ese camino ahora sube al cielo”.

Si la muerte nos llegara hoy, ¿qué estandartes habrán en el camino de la eternidad que muestren nuestras buenas obras? ¿Qué hemos hecho de bueno hasta hoy? Tanta manía por llenar los graneros, colocar plata en los bancos, conseguir un puesto más cómodo en el mundo, y tan poca preocupación por juntar algo para la vida eterna, por conquistar un puesto en el cielo. Sin embargo, de todas estas cosas terrenales, ninguna nos podrá confortar en el momento de la muerte, mientras por el contrario el más pequeño acto bueno tendrá entonces un gran valor.

Debemos ardientemente desear y adquirir méritos ante Dios; debemos tener hambre de justicia y de misericordia. Hay muchos que gozan en los banquetes, en los bailes, en los teatros, mientras muchos huérfanos mueren de hambre; y el misionero ve morir muchas almas y no puede acudir a salvarlas por falta de medios. Hay muchos que pasan la vida en los cafés y en otros lugares de distracciones; beben hasta hartarse y más aún, mientras que un pobre anciano enfermo que desearía unas gotas de vino para calentar su cuerpo, no las tiene. Hay personas que, en los días de fiesta, corren a los paseos, al hipódromo, a las canchas de juegos y no tienen tiempo de visitar a un enfermo y hacerle olvidar, a lo menos por un instante, su infelicidad. Hay personas que gastan en flores, mientras hay tantas buenas instituciones que perecen por falta de quienes las sostengan.

Mientras tengamos tiempo y medios hagamos buenas obras, pues todas las encontraremos, como San Benito, en el espléndido camino que conduce a la vida eterna.


IV. CONCLUSIÓN

Imitemos a las turbas. Busquemos a Jesús, su palabra, su reino, y el pan material se nos dará por añadidura.


(Texto tomado del boletín parroquial “Fides” nº 757,
correspondiente al sexto domingo después de Pentecostés
del año 2007, sin consignación de autor.)


1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin duda el autor de esta magnifica Homilia es un santo varon. Agradezcamos al Señor que aun los haya en nuestra patria terrena.